DILEMA DE CONCIENCIA
Drama de la vida real.
(Selecciones del Readers Digest, Diciembre de 1995)

POR LA DOCTORA YIN WONG

Que debe hacer un medico ante la orden de matar?

La madrugada del 24 de diciembre de 1989 reinaba una intensa actividad en el hospital donde trabajaba yo, en el sur de China. Tenía entonces 24 años y, en mi calidad de ginecóloga y obstetra, ya habia practicado un par de cesáreas y un parto dificil que exigió un fórceps. Por instrucciones de mi supervisora, la jefa de obstetricia, me había quedado al frente del turno de la noche, responsabilidad que hasta entonces no conocía, y que me aterraba. Estaba rendida y no había probado bocado en ocho horas.  Aun así, cuando me retire al dormitorio de médicos, a la una de la madrugada, me sentia demasiado inquieta para comer o dormir.

Me quedé despierta en la cama, maravillada por las tres criaturas a las que había ayudado a venir al mundo. Luego me puse a pensar en mi padre, quien habia elegido una profesión que en China se remuneraba con poco más del doble del salario de un barrendero: la medicina.   A menudo decía: "Lo más noble que uno puede hacer es dedicarse a salvar vidas".

Mi padre era un personaje muy querido en nuestra provincia, y célebre por su humildad.   Se vestía con ropa de obrero y llevaba su instrumental en un maletín de vinilo con la cremallera estropeada. Su martillo para probar los reflejos era antiguo y tenía el mango de madera, pero él se negaba a desecharlo. "Los instrumentos no hacen al médico", me decía. "El conocimiento y la compasión, sí".

  Cuando por fin me dió sueño, recordé que era el día de Nochebuena. Como millones de chinos, mis padres eran cristianos. Evoqué las ocasiones en que habiamos celebrado la fiesta juntos: adornábamos un árbol diminuto, cantábamos Noche de paz en voz baja para que los vecinos no nos denunciaran, y luego escuchábamos a mi padre contar en un susurro la historia del Niño Jesús. Lo llamaré por teléfono mañana para desearle feliz Navidad, pensé poco antes de quedarme dormida.

  Me despertaron unos golpes en la puerta. Era la partera que atendia los partos normales.

  -¡Venga! --exclamó--. iNecesitamos que se ocupe de algo!   Sali tras ella y oi el Ilanto de un recien nacido. Cuando Ilegamos a la sala de partos, una mujer con la ropa toda manchada se esforzaba por incorporarse en la cama.

No lo hagan! iNo! --gritaba --  en un dialecto de otra región.

  La partera, una joven de 20 años con el cutis cubierto de acné y el pelo recogido en una cola de caballo, tomó una jeringa grande y extrajo tintura de yodo de una botella. Según me explicó, al ver que la mujer tenia ocho meses de embarazo y ya era madre de un hijo --tener dos estaba estrictamente prohibido por la ley de control demográfico vigente en China--, la delegación local de la Oficina de Planificación Familiar la había detenido y llevado por la fuerza al hospital para que se le provocara un aborto. Le inyectaron un abortivo llamado rivanol.

  --Pero el niño nació vivo --añadió la partera.

  El llanto provenía de un baño sin calefacción que estaba al otro lado del pasillo.

 -Le pedí al ayudante que lo enterrara, pero se negó, porque está lloviendo --continuó.

  Una colina que habia cerca hacia las veces de cementerio en tales casos.    Sólo entonces comprendí ampliamente el apuro en que estaba metida. Como obstetra de turno, me correspondía deshacerme de cualquier criatura que lograra sobrevivir al aborto. Para ello tenia que inyectarle 20 mililitros de alcohol o tintura de yodo en la mollera, procedimiento que causa la muerte en cuestión de minutos.

  La partera me ofreció la jeringa y me quedé helada. Yo no tenía menor reparo en practicar el aborto a mujeres con tres meses o menos de embarazo, pero este caso era muy distinto.  Durante el año trascurrido desde mi llegada al hospital, me habia ingeniado para que otros médicos, de más antigiiedad, cumplieran la tarea.
  En la cama, a mi lado, la madre me miraba con ojos suplicantes; sabía lo que la jeringa implicaba.  Todas las mujeres lo sabían.

  -iTenga piedad! -me gritó.

Mientras ella seguia dando voces destempladas, yo crucé el pasillo y entré en el baño. Estaba tan frío que mi aliento se hizo visible. Junto a un cubo de basura en cuya tapa estaba escrito "Niños muertos" había una bolsa de plástico negro. Estaba moviéndose, y el llanto provenía de allí. Me puse de rodillas y pedí a la partera que abriera la bolsa.

 Creía que me encontraría con un feto al borde de la muerte, pero en su lugar habia un varón de dos kiios en perfecto estado de salud, pataleando y agitando los diminutos puños. Tenía los labios amoratados por falta de oxigeno.

 Le sostuve cuidadosamente la cabeza con una mano, y con la otra le toque la mollera. La piel estaba deliciosamente tibia, y palpitaba con cada sollozo. Se me encogió el corazón.  --Está' vivo-- pensé. Se trata de un humano, y morirá si lo dejo en este piso frío.

--¡Doctora! --gritó la madre desde la sala de partos-. ¡No lo haga! La partera me puso la jeringa en mano. La sentí extrañamente pesada.  No es más que un procedimiento ordinario, me dije para convencerme. No tiene nada de malo. Asi lo marca la ley.

De pronto la criatura pataleó y, al golpear la jeringa con el pie, se la acercó peligrosamente al vientre. La retiré al instante. ¡Es el dia de Nochebuena! –pensé--. ¿Cómo hacer algo asi en esta fecha?
Toqué al niño en los labios, y el volvió la cabeza y comenzó  a chupame el dedo.

  --Mire, tiene hambre --dije--. Quiere vivir.   Me puse de pie y sentí que la cabeza me daba vueltas. La jeringa se me escapó de las manos, se hizo añicos en el suelo y me salpicó los zapatos de líquido color café.

Indiqué a la partera que llevara al bebé a la sala de partos y lo preparara para bajarlo después a la sala de terapia intensiva.    --Mientras --agregué--, yo iré a pedirle permiso a la supervisora para tratarlo.    Estaba segura de que ella, una mujer de casi ó0 añs y madre de dos hijos, no permitiría que se le hiciera daño al niño.    Eran casi las 2 de la madrugada cuando Ilamé a la puerta de su oficina. Oi que decia algo con voz somnolienta, abrí la puerta y le expliqué a toda prisa:

  -Tenemos un pequeño que nació vivo en un aborto provocado con rivanol. ¿Puedo mandarlo a terapia intensiva?

  --¡De ninguna manera! --exclamó desde la cama-. ¡Es el segundo hijo de esa mujer!

  -Pero está sano. ¡Por favor, venga a verlo!

Guardó silencio un momento, y luego dijo, molesta:  ¡No me pida eso! ¡Ya conoce el reglamento! Su tono me asustó.    -Lo siento --dije, y cerré la puerta.

En las reuniones del personal, la supervisora a menudo nos recordaba la importancia de acatar el reglamento de control natal. En varias ocasiones nos contó de empleados de un hospital próximo que habian ido a parar a la cárcel por permitir nacimientos ilegales sin autorización del gobierno. Y no hacía mucho que nuestro ayudante
 había ocasionado un desagradable incidente.

El ayudante era un hombre taciturno y desaliñado, de cincuenta y tantos anos, cuya única responsabilidad era enterrar  recién nacidos. Le pagaban 30 yuanes por cada uno. Como hacía cuatro entierros al dia, en promedio, ganaba más del doble que un médico.

-¿Por qué le pagan tanto! --le pregunté una vez a una colega.
 --Porque nadie más está dispuesto a hacer su trabajo.

Le pedi detalles, y me explicó que, cuando el aborto salia mal, el hombre a veces tenia que enterrar fetos vivos.
  -Cueste lo que cueste, hay que acatar el reglamento de control natal --concluyó mi colega.    Unas semanas despues de enterarme yo de eso, una partera envió al ayudante un feto recién abortado, que el hombre  metió temporalmente debajo de una escalera. Mientras él estaba ausente, la criatura se reanimó y empezó a llorar, y un
 policía que estaba de visita la encontró y exigió una explicaclon a la supervisora. Ella le dijo que se trataba de un niño ilegal en espera de ser enterrado. Finalmente, el agente se disculpó por haber interferido en los asuntos del hospital.

En la siguiente reunión del personal nos advirtieron: "No envien al ayudante fetos que puedan estar vivos. Asegúrense de aplicarles la inyección a todos" .  De la oficina de la supervisora me encaminé a la sala de partos llena de ansiedad. Allí, un hombre con la tez curtida,  como de campesino, me tomó del brazo y me suplicó:
 -Doctora, ¡no sabe cuánto hemos deseado este hijo! ¡Por favor, no lo mate!
 Seguí mi camino por el pasillo y entré en el baño. La criatura estaba todavia en el piso.
 -¿Por qué no hizo lo que le indiqué? --le pregunté a la partera.
 --Porque seria una locura proteger a un niño de esos--replicó.
 Se refería a que era un niño sin permiso para vivir.

Ante la mirada estupefacta de aquella mujer, tomé al pequeño en mis brazos, corrí a la sala de partos y lo acosté en una  cuna.    Al calor de una lámpara de luz ultravioleta y con ayuda de unos tubos de oxigenació que le fijé en nariz, no tardó en  ponerse sonrosado. Luego lo arropé cuidadosamente con una manta suave.    La partera preparó otra inyección esta vez de alcohol, y la colocó en una bandeja junto a la cuna del recién nacido.

 -¡No lo haga! --volvió a exclamar la madre.
  Se agarró al barandal de la cama y comenzó a arrastrarse hacia la orilla. De inmediato fui a su lado.

--Tranquilícese --le  dije, recostándola en la almohada, y añadí en voz baja-: No le haré daño a su hijo. Quiero salvarlo.    --¡Querida doctora! --dijo sollozando-.  ¡Le estaré eternamente agradecida!
  En eso, la partera regresó con una carpeta.   --¿Qué debo escribir en el informe? --inquirió.
  En la última anotación se leía: "1:30. -- Nació vivo". Era deber de la partera actualizar  el informe antes de irse a casa.  --No escriba nada --le respondi en tono tajante.  Ella dió un respingo y se marchó. Me puse a mirar al niño. Tenía la cara de querubín rodeada de un halo de pelo negro.

La vida de este pequeño es un don de Dios, me dije. Nadie tiene derecho a quitársela. Tuve este pensamiento tantas veces,  que llegó a parecerme como si una voz me lo repitiera en los oidos, y me pregunté: ¿Asi le hablará Dios a la gente?  Pasé dos horas al lado del niño. Poco a poco dejó de lloriquear y se quedó dormido.
Entonces fui otra vez a ver a la supervisora.  --Lo siento --le dije--, pero no puedo hacerlo. Creo que sería un asesinato, y no quiero ser una asesina. --Pero, ¿qué clase  de obstetra es? --replicó, enfurecida--. ¡Resuelva el problema ahora mismo, y no venga a importunarme!

Con el corazón desbocado, regresé a la sala de partos. El niño seguía dormido pero se puso a chupar de nuevo cuando le toqué  los labios.   --¿Todavia tienes hambre, pequeño? --musité, con los ojos arrasados en lágrimas.
  De pronto me sentí muy sola, y pensé en mi padre. ¿Me apoyaria? Aunque era muy temprano, fui al teléfono del vestíbulo y  marqué su número. Mi madre y él me escucharon en el mismo aparato.

  --Dios no deja de hablarme. "Es una vida", me dice. "No tomes parte en un asesinato".  Se hizo un largo silencio, al cabo del cual mi padre dijo: --Estoy orgulloso de ti.   -Yo tambien --terció mi madre entre sollozos--. ¡Pero ten cuidado! No dejes ningún registro. El partido puede tomar represalias.

No hacía falta que me lo dijera. En la época de la Revolución Cultural, cuando yo tenía ocho años, detuvieron a mi padre  por haberle salvado la vida a un funcionario a quien consideraban contrarrevolucionario. A mi padre lo desterraron al campo, y a mi madre la recluyeron en un campo de trabajos forzados. Unos vecinos se hicieron cargo de mí y de mi hermano, entonces de cuatro años. Fueron tiempos muy difíciles. Recordé los relatos de tortura y hambre que nos narraba mi madre,  y mi determinación flaqueó. Entonces mi padre volvió a hablar:

-Eres hija de Dios, y ese niño tambien. Matarlo sería como matar a tu hermano.

Una vez que colgamos, regresé a mis labores a toda prisa. En el pabellón de maternidad reinaba el desorden. Habían cerrado con llave la sala de partos, y el padre del recién nacido aporreaba la puerta y gritaba:
  --¡No maten a mi hijo!
  Entré corriendo en la sala por una puerta accesoria. La supervisora estaba junto al niño, palpándole la mollera y
empuñando una jeringa. Lo habia despojado de la manta y los tubos de oxigenación, y él lanzaba fuertes berridos.
  --¡Déjelo en paz! --grité, arrebatándole la jeringa.
  --¿Pero que hace? --exclamó ella--. ¡Está violando la ley!
  Lejos de asustarme, sentí una profunda serenidad.
  -Este niño es inocente --repliqué- ¿Cómo se atreve a matarlo?
  La supervisora se quedó mirándome boquiabierta.
  --Si persiste en su desacato, no volverá a ejercer la medicina --me amenazó con voz opaca.
  --Prefiero eso a cometer un asesinato. Renuncio a mi derecho de tener un hijo con tal de salvar a este niño. --Entonces se me ocurrió una idea--: ¿Y si lo adopto?   --¡Está usted loca de atar! -repuso ella.

Cuando se fue, volví a abrigar al pequeño y le puse los tubos de oxigenación. El se calmó y recuperó el color.
A las 8 de la mañana llegó el administrador del hospital y, una vez que lo pusieron al tanto de lo ocurrido, me llamó a su despacho.

  --¿Por qué se niega a cumplir con su deber? --me preguntó-- ¿Acaso es amiga de la pareja? ¿Le han dado dinero?   -¡Ni siquiera entiendo el dialecto que hablan! --repuse, indignada-. En cuanto al dinero, regístreme si quiere.   Al cabo de unos minutos se presentó un funcionario de alto rango de la Oficina de Planificación Familiar, sacó una carpeta de un costoso portafolio y se puso a leer en voz alta una disposición de control natal que regula en la localidad:   --Todo el que estorbe a los funcionarios de la oficina en el cumplimiento de su deber se hará acreedor a un castigo...

Al terminar de leer, me miró y dijo en tono grave:
  -¿Se da usted cuenta de que vida de ese niño contraviene la ley?  --Ni usted ni yo somos quien para decidir sobre una vida  --repliqué- Se trata de una disposición oficial. ¡Usted ha infringido la ley! --A mí no me lo parece.
  -Entonces venga conmigo aplicar esa inyección.
  ¡No!
  -¡Admita, pues, que está infringiendo la ley! Porque, en ese caso tengo facultades para aprehenderla ahora mismo.
  Desesperada, me devané los sesos para que se me ocurriera una salida.  Llevaba más de 24 horas sin dormir,
tenía náuseas y no podia pensar con claridad.
    --Ya no estoy de servicio--dije débilmente--. Terminó mi turno. --Se equivoca. Todavia no cumple con sus obligaciones.
  --¡Por favor!--exclamé, con lágrimas en los ojos.
Se me doblaron las piernas, cai al suelo, y vi como si un velo negro se desplegara ante mis ojos.

 Cuando recobré la conciencia, estaba acostada a la puerta del dormitorio de médicos. Era casi mediodía.
¡El niño! pensé con sobresalto. Me levanté y fui corriendo a la sala de partos.
 La cuna estaba vacia.

 --¡Dónde...!

Sin mirarme a los ojos, la partera adelantó a mi pregunta:
--El funcionario de la Oficina de Planificación Familiar nos mandó aplicarle la inyección.
De nada habian servido mis esfuerzos. Finalmente, habian asesinado al pequeño.
 
 

En los diez ultimos años, diversas publicaciones, como el Post de Warhel Wall Street Journal y Amnesty International,  han sacado a la luz testimonios sobre los infanticidios que se cometen sistemáticamente en los hospitales chinos.   Al decir de John Aird,  ex director de la división china de la Oficina de Censos de Estados Unidos: "Son tantos los  informes, y tan explícitos, que no se puede dudar de su veracidad" ~~ Sin embargo, no se les ha prestado la atención  que merecen, con los primeros relatos del exterminio de judíos a los medios de comunicación durante la Segunda Guerra Mundial.

La narración de Yin Wong es quizá la más detallada que se ha publicado hasta la fecha.
"He aquí el lado oscuro de la politica demográfica china de un solo hijo por familia", señala Steven Mosher, director del  Centro de Estudios Asiaticos del Instituto Claremont, en la localidad californiana homónima. "El gobierno no ordena directamente los infanticidios, pero impone restricciones tan severas a los funcionarios de planificación familiar, que los empuja a cometer actas indecibles.".
  En septiembre pasado, pekín fue sede de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer,  organizada per la ONU, a la cual  asistieron centenares de expertos en control demográfico de todo el mundo. Es irónico gue la ONU haya elegido para ello  un pais donde el fanatismo por el control natal ha llegado a un extremo que sólo puede calificarse de genocidio.

POR HABER CONTRAVENIDO las disposiciones de planificación familiar la doctora Yin Wang fué desterrada a una remota región  montañosa. Más tarde escapó a Estados Unidos, donde ha solicitado asilo político. Su caso está por resolverse.

 "Hoy tengo la suerte de vivir en un pais donde no se me obliga a traicionar mis principios", dice.
 "Mis colegas en China no son tan afortunados. La ley los obliga a corromper su alma".

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