EL SECRETO DE LAS ESFERAS
(aportación de nuestra amiga Maribel García)
Carlos Rubio, Costa Rica

-¿Ya le hiciste la carta al Niño Dios?- preguntó mamá mientras recogía los platos del desayuno.
-Me gustaría un...
-Pero apúrate a escribirla ya -interrumpió papá, al mismo tiempo que enjuagaba una taza en el fregadero-. No quiero andar en carreras. La gente, en esta época, se pone como loca, los almacenes ya están abarrotados.
-Bueno -agregué-, le quiero pedir...

La bocina del autobús escolar se interpuso a mis palabras.
-Dios mío, este chofer se adelantó tres minutos- expresó mi madre sobresaltada-. ¿Ya te lavaste los dientes? Corre, corre. Más tarde paso por vos a la escuela.

Los besos de mis padres cayeron como rápidos golpecitos sobre mi frente. Agarré el bulto y, después de dar cuatro zancadas, me subí al aparato que inmediatamente se hechó a andar. me senté en el mismo sitio de todos los días, al lado de la ventana. A través del vidrio vi a mamá cerrar la puerta de la casa y a papá consultar su reloj. Ya se iban para su trabajo. Ya no los vería a los dos juntos, hasta la noche, cuando, cansados se contarían los colerones que se habían llevado durante el día, sacarían cuentas para ver si les alcanzaba la plata y luego, verían un rato la televisión, como para olvidarlo todo.

Cerré los ojos por unos instantes para pensar qué regalo me podría traer ese Niño Dios bajo las tibias pajas de su pesebre.

Los vientos alisios anunciaron la llegada de diciembre. Y es que las manos invisibles del viento mueven las hojas de los arbustos, los cabellos de la gente y las lucecillas eléctricas que cuelgan de los aleros de las casas. A mí me parece que también fue el viento el que entró en mi cuarto y se llevó la carta hasta las manos de mis padres. Esos no lo vi. Pero, supongo que la leyeron con preocupación, hicieron cálculos para ver qué podían comprar y qué no. Se pusieron de acuerdo en lo que daría cada uno, incluido el Niño Dios, por supuesto. Y acordaron la meta de tener los paquetes, debidamente envueltos y coronados con lazos rojos y verdes, al pie del árbol, en la noche del 24. Y no me equivoqué. Pues allí estaba, en la sala de la casa, el árbol que culminaba con una estrella que se encendía y se apagaba, como cometa de oro. Las ramas frondosas se volcaban con el peso de las esferas. Y en el suelo, los paquetes que el Niño Dios había traído consigo desde su residencia de celajes.

-Podrás abrirlos hasta después de la medianoche -dijo papá despeinándome con cariño y volvió a entrar a la cocina para ayudar a mamá a terminar la cena.

Solo, frente a las misteriosas cajas, empecé a imaginar lo que contendría cada una. tal vez esa, que estaba justo a la izquierda sería la del carro a control remoto. O quizá la otra, escondida detrás del tronco, la del tren eléctrico.

Recorrí con la vista, los detalles del árbol. Miré mi cara reflejada en cada una de esas esferas que parecían frutos de escarcha. Me veía tan cachetón e inflado, como si esas bolas fueran espejos de esos que lo deforman a uno.

Empecé a parpadear, al darme cuenta que ya no podía observarme en sus superficies pulidas. En una esfera miré a papá y a mamá sentados en la gradería del gimnasio de la escuela, aquel sábado por la mañana, en que metí un gol maravilloso. Sí, ellos no pudieron estar ahí porque tenían que atender a un cliente. En otra bola observé a mamá y a papá leyéndome un cuento por la noche, antes de dormir. Desde que abrieron su propio negocio dejaron de hacerlo. En aquel círculo de plata que estaba cerca de la estrella miré que mamá, papá y yo almorzábamos sentados sobre el zacate, como los domingos de antes, cuando salíamos a pasear. En el centro de un bombillo miré el beso pausado que mamá me daba antes de salir a la escuela.

Las bombetas anunciaron que el Niño Dios acababa de nacer, una vez más, para regocijo del universo. Mis padres salieron de la cocina a decirme que ya podía abrir los regalos. El Niño Dios, este año, había podido traer casi todo lo que había escrito en la lista. Yo, empecé a romper los papeles de colores y a asombrarme con los juguetes. Pero, no podía dejar de mirar las esferas del arbol, donde mamá, papá y yo todavía, sentíamos el cálido arrullo del abrazo..


 
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