MERLIN EL GATO
(Publicado en el periódico Reforma)
Por Verónica Murguía.
(En exclusiva para reforma.com)

Para Alicia y Ana G. B.

Hace unos meses, en un lugar de la República Mexicana, de cuyo nombre no puedo
acordarme, un gato gris y panzón tuvo una gran aventura. El gato se llamaba Merlín
y desde que era chiquito había sentido una gran curiosidad por todo lo que la gente
hace. Era malo para las peleas y aún peor para las novias.

Ninguna gatita le hacía caso y muchos gatos lo habían golpeado despiadadamente
en las noches de primavera en las que había intentado conquistar a alguna gata guapa
y bigotona. Así, Merlín se había hecho aficionado a todo lo humano. Veía la tele (no
tenía alternativa, porque estaba frente a su sillón favorito), oía el radio (en la estación
romántica que le gustaba a la señora de la casa) y examinaba apasionadamente los
libros de los niños. Como se la pasaba con sus dueños, con unos meses de prestar
mucha atención había logrado aprender español. Y también sabía leer.

Sus dueños no lo sabían. Lo veían todo el día acostado en el sofá, panza arriba o
persiguiendo moscas. Merlín prefería estudiar cuando todos estaban dormidos.

Una tarde, los señores de la casa llevaron a los niños al cine. La señora había
comprado un libro y lo había estado hojeando toda la mañana. Parecía muy
interesada en su lectura. No era una gran lectora, y todos los miembros de la
familia lo sabían. Cuando su esposo le preguntó de qué trataba el libro, ella dio
esta extraña respuesta:

-Ay, Pepe, el libro estaba en oferta.

Y siguió leyendo. Leyó diez páginas mientras movía la sopa y otras dos mientras
ponía la mesa. Leyó durante la comida y leyó mientras se tomaba el café. De seguro
ese libro era algo especial.

Al salir, lo dejó sobre la mesa. En el lomo se leía: MAGIA PARA PRINCIPIANTES.

Merlín se había subido a la mesa para lamer un poco de adobo que había quedado en
un plato, cuando leyó el título del libro.

-Esto me interesa -se dijo. -Con razón Doña Lupe no podía soltarlo.

Con muchísimo trabajo logró abrirlo. Comenzó a leer. Entendía español, pero no lo
podía hablar porque los gatos y los humanos tenemos bocas muy distintas. El libro era
interesantísimo.

Cuando vio este encabezado en la página diez, Merlín se dejó llevar por el entusiasmo:
"HECHIZO INFALIBLE PARA CONSEGUIR NOVIA"

-¡Qué maravilla! -se dijo el gato. Y maulló:

-Marramau, mau, miauu -allí donde decía "busque una flor blanca y córtela en luna llena".

En el siguiente renglón decía: "póngala en agua frente al retrato del objeto de su amor":

 -Mauu, mauu, prrmau...  ¿dónde conseguiré una foto de Minnia Bonina, la gata de junto?
-se preguntaba, cuando empezó a sentir algo raro en el aire. Los bigotes se le enchinaron
 como sacacorchos al darse cuenta de que el piso de la cocina estaba llenándose de un
líquido resplandeciente que subía y subía.

-¡Mau! -maulló del susto.

La mesa comenzó a moverse en la masa de agua plateada. Siguió subiendo. El hechizo
para conseguir novias había salido muy mal. Merlín saltó al fregadero, muy asustado. El
agua llegaba a la parte superior de las sillas, que en unos minutos comenzaron a parecer
barcos deformes, con mástiles sin velas, flotando patas arriba.

Merlín se subió a la tabla de picar y tomó la cuchara del mole con los dientes. Le serviría
de remo.

Justo a tiempo, porque el agua ya llegaba hasta las cortinas. Merlín odiaba el agua, como
todos los gatos. Eso de bañarse con agua le parecía una extravagancia. Los humanos no
tenían lenguas iguales a las de los gatos. Nadie (o al menos ninguno de los gatos o perros
que él conocía) sabía por qué no se bañaban con ellas, en lugar de hacerlo diariamente
con el aterrador método de meterse bajo un chorro de agua caliente. ¡Y con jabón!

Merlín lloraba como una Magadlena. La señora de la casa había picado medio kilo de
cebolla en la tabla, y el perfume se le metía en las narices y en los ojos y lo hacía llorar.
Además, con el susto, el llanto venía muy a pelo.

El refrigerador se abrió lentamente. La luz de su interior (que se inundó en medio segundo)
iluminaba las mojarras congeladas que, animadas por el hechizo (¡nunca hay que maullar los
hechizos que se deben decir!) se lanzaron desde el congelador al curioso mar de plata que
inundaba la cocina. Nadaban con cierta rigidez, es verdad, pero con cada segundo que
pasaba se veían más vivas y más flexibles. Merlín se pasó la cuchara del hocico a la pata.
Trató de remar y se empapó desde los bigotes hasta la cola.

-Oh, gran mago, gato Merlín -dijeron las mojarras en un gatense perfecto, sin acento marino.

-¡Qué gran mago, ni qué perros voladores! -maulló Merlín desesperado-. ¡Fue sin querer!
¿Cómo le hago para regresar el agua esa a la nada?

-Oh, gran mago, no sabemos, pero nademos y alegrémonos, porque el sartén se ha hundido
hasta el fondo -dijeron entre burbujas burlonas las mojarras.

Merlín remó hacia la puerta. Al abrirla con muchos trabajos, vio que la sala estaba inundada
también y que la televisión flotaba hacia él. Estaba prendida. Una locutora anunciaba un
paquete vacaional, señalando a un delfín que detrás de ella, saltaba en una alberca.

-"Marque el número en su pantalla y obtenga un viaje al Mundo Marino por sólo quinientos
ochenta pesos" -decía la sonriente locutora. El delfín pasó a primer plano, se puso de perfil
(no pueden ver de frente porque los ojos los tienen a los lados de la cabeza) y miró al gato
fijamente.

-Pffff -bufó el pobre Merlín, aterrado.

-Miedoso -maulló el delfín. ¡Maulló! Todo era un mágico merequetengue.

-¿Sabes gatense? -preguntó el gato.

-Gracias a tu hechizo, gran mago navegante -dijo el delfín. Saltó fuera del monitor y la tele se
apagó.  Merlín se aferró con la pata que tenía libre al mango de la tabla de picar. El delfín nadó
hasta quedar junto a la tabla, que se mecía sobre las olas. Olas. Qué barbaridad.

-Gracias por sacarme de la tele. Es horrible trabajar allí.

Sacó la cabeza del agua y siguió hablando con Merlín, siempre de perfil.  Hablaba de Mundo
Marino y lo mal que le pagaban. De pronto se sumergió y Merlín dejó escapar otro bufido.

-Pfff.

  -Vamos a la recámara de los papás, te quiero presentar a alguien -dijo el delfín detrás de él-,
  mientras empujaba la tabla de picar con la punta de la nariz.

En la recámara todo estaba mojado. Las corbatas del señor flotaban por todos lados,
ondulantes como serpientes. El espejo del tocador era como un círuclo de mercurio flotando
sobre el agua y de la lámpara colgaba un mono. Los dibujos de la colcha parecía alargarse.
Claro, como todo estaba  debajo del agua, se veía rarísimo.

-Quihubo, mi buen -dijo el mono. En gatense, pero Merlín ya ni se preguntó por qué. Ya se
estaba acostumbrando a oír maullar a cualquiera.

-Te voy a llevar a conocer al otro Gran Mago que has convocado con tu excelente hechizo
-dijo el mono y se dejó caer sobre la tabla de picar. La proa, o sea, el mango de la tabla,
se hundió vertiginosamente en el mar plateado.

Merlín seguía llorando -por la cebolla y por el susto- pero el mono parecía muy seguro. Con
mucho aplomo le señaló al gato las corbatas que a cada segundo que pasaba más parecía
serpientes. Las había rayadas, con lunares, con cuadritos y una particularmente fea con
dibujos de Mickey Mouse en su piel escamosa.

Cuando ya estaban compeltamente convertidas en serpeintes, Merlín agitó la cuchara del
mole alrededor de la tabla de picar con la intención de alejarse de ellas. Las serpientes le
daban mucho miedo. El delfín que había salido de la tele se reía ruidosamente y saltaba en
el agua describiendo graciosos arcos. Le preguntó al gato:

-¿Te cae bien tu nuevo amigo? -refiriéndose (o al menos eso creyó Merlín) al mono que lo
miraba y hacía gestos.

Merlín estaba muerto de miedo. Nunca trataría de hacer magia otra vez. Además, temía caerse
de su improvisada embarcación. El mono y Merlín apenas cabían.

-¿Cómo te llamas? -preguntó el gato, para distrerse.

-Mis padres me pusieron Simbad el Mareado porque eran muy aficionados a las películas de
 Tin-Tán -contestó el mono-. Por eso soy tan buen marinero.

El mono tomó el cepillo de pelo de la señora, que flotaba muy cerca, y enseñó a Merlín cómo
remar mejor. Se dirigieron al baño.

Allí los esperaba un pez enorme, del mismo color púrpura de un jabón marca Bon Bon que
la señora les había regalado a sus hijos. El jabón, Merlín lo recordaba bien, también tenía forma
de pez. Pero el jabón no tenía los dientes tan salidos como éste, que ahora ocupaba tan
campante todo el lavabo.

-Ah, aquí llega mi ilustre colega -maulló con acento portugués el pez (¡otro más que sabía gatense!).
-Soy Rivaldo, el pez piraña del Amazonas, y he venido a cumplir tu más caro deseo. Sé que amas
 todo lo humano y tengo el poder de cumplirte lo que pidas.

-¿Ser un niño? -preguntó el gato.

-Claro, si eso es lo que quieres -contestó el pez mientras masticaba vorazmente el mango del cepillo
de dientes de Don Pepe. El cepillo quedó hecho pedazos. Rivaldo nadó velozmente hacia la bata de
doña Lupe y comenzó a mordisquearle las solapas.

Merlín cerró los ojos y pensó en todo aquello que lo obsesionaba: saber leer, poder jugar futbol (él
podía jugar, pero no es lo mismo jugar futbol con cuatro patas que con dos pies), comer helado de
guanábana con cuchara...

Un momento. (Aquí Merlín cerró los ojos con ese gesto tan típico en los gatos, que quiere decir
"estoy pensando y todo lo demás me importa un  cacahuate".) Usar cubiertos en lugar de comer
directamente del plato. Tener que hacer la tarea, levantarse temprano, tener que dormir de noche
y no de día. Bañarse con jabón y agua caliente. Ah, y nunca, nunca más poder comerse una
mosca al vuelo.

Simbad guardaba silencio.

Merlín miró a su alrededor. Vio el baño convertido en un estanque, las toallas flotando como
enormes algas blancas. Recordó las corbatas convertidas en serpientes, las mojarras que
nadaban entre los platos de la cocina, las camas flotando como balsas abandonadas. Y se
imaginó perfectamente la cara de desolación de la familia cuando llegaran a su casa y la
encontraran  inundada. Cuando descubrieran que todo lo que ellos necesitaban para su vida
diaria estaba sumergido bajo metro y medio de agua mágica, se deprimirían muchísimo.

La piraña se balanceaba suavemente justo bajo la regadera. La bata de Doña Lupe estaba
hecha jirones.

-¿Me concederás lo que yo quiera? -le preguntó Merlín a Rivaldo.

-Lo que tú quieras -contestó la piraña con una sonrisa escalofriante que mostró seis decenas
de dientes, entre los que quedaban algunos hilos de lo que fue la bata de baño de la señora
de la casa.
-Pero recuerda que es un solo deseo. Sólo uno. Y nunca más podrás usar la magia para obtener
lo que quieres.

Simbad murmuró en el oído de Merlín:

-Pídele que te convierta en un futbolista famoso. O en un cantante millonario. O en Tarzán, el Rey
de los Monos. ¡Piénsalo bien!

Merlín tomó la cuchara de mole y remó con decisión hasta quedar junto a Rivaldo. Le pidió a
Simbad:

-Hazte para allá, que voy a pedir mi deseo. No quiero que nadie más lo oiga. Sólo Rivaldo. Le voy a
pedir lo que más quiero en el mundo -. Y murmuró algo cerca de la agalla izquierda de la piraña.

Una luz azul inundó el baño y la casa entera.

Merlín escuchó la llave en la puerta y abrió un ojo. Doña Lupe se inclinó sobre él, le rascó el cogote
y le dijo a su marido:

-Este gato es el animal más flojo del universo. ¿No se aburrirá demasiado?

Merlín ronroneó.

*Verónica Murguía (México, 1960), es autora de Auliya (CNCA, 1997) y El fuego verde (SM Editores,
1998). Da clases de cuento infantil en la SOGEM.


 
¿Te gustó este artículo?
¡¡Envíale un aplauso al que lo compartió!!
¿Que te pareció este artículo?
¡Aplausos! ¡Aplausos! ¡Excelente!
¡Está bien!
Perdóname, pero me aburrí un poco.
¿porqué no te pones mejor a ver la televisión?
Tu mail: 

Comentarios:


Gracias por tu participación y tomarte un minuto para mandar tu mensaje,
así contribuyes al mantenimiento de esta página.
Lecturas para compartir.  Club de lectura y amistad.  www.lecturasparacompartir.com