VICISITUDES DE UN VIAJANTE
(Aportación de nuestro amigo Jaime Didier)
Autor: Manuel Teyper
 
8.30 p.m. Jueves 25 de Marzo de 2010.

Me encuentro en la calurosa ciudad de Guayaquil en Ecuador, en tránsito hacia Lima. Vengo de Bogotá, mi ciudad natal, situada a 1.750 m.s.n.m., donde visité por espacio de 6 meses a mi familia, luego de 13 años de ausencia, pues radico en Lima desde hace muchos años.
Encontré la Metrópoli Bogotana atestada de “zorras”: término que define a un caballo tirando de una carreta como si fuese en el lejano oeste en pleno siglo XXI; pasan tranquilamente trasportando mercaderías varias en medio de las grandes avenidas. Además la asfixian los autos y las motos. Sobre todo las motos. Están por todas partes y a todo momento; son una plaga. ¿El motivo?: para adquirirlas solo es necesario dar una pequeña cuota inicial, seguir pagando poco a poco y salir veloz a estrellarse contra cualquier cosa que se cruce en el camino. De modo que cualquiera puede ser el infeliz propietario de un vehículo que inunda las calles, las lomas, los mercados, los parques, las autopistas. Tanto, que existen lugares donde solo estacionan motos. Si uno tiene la “suerte” de viajar en un auto, puede experimentar el fastidio de observar a los lados, atrás y adelante, motos de todas las cilindradas posibles pasando velozmente a pocos centímetros del automóvil haciendo maniobras espectaculares para ser los primeros en llegar a ninguna parte. Lo que quiero que quede en claro es que Bogotá es una ciudad enloquecida y torturada por miles de motos. Y todo parece indicar que el asunto va en aumento.

Y el transmilenio… ese es otro problema. Y el futuro metro de Bogotá, también.

Hay que estar en la hermosa ciudad de Bogotá para saber lo que es el estrés; el infernal estruendo de los carros -que por suerte no salen todos a la calle, pues según sea el último número de la placa, deben ser guardados dos veces por semana-, los 8 millones de habitantes con que cuenta y las motos, a las que uno llega a detestar a muerte. Los que se quejan de Lima, de su tránsito y de sus combis, deberían conocer lo que es Bogotá en horas punta. Y eso que ahora está más o menos ordenada.

Así que estoy en Guayaquil esperando el bus que me trasladará a la frontera con Perú y de ahí a Lima, mi destino final.

Me gusta la ciudad de Guayaquil y me gusta la palabra guayaquil; tiene un timbre melodioso. Suena a noche tibia. A cordialidad. A añoranza.
Estoy en la Terminal de Transportes. Precisamente a la mesa de su patio de comidas saboreando un frío –y barato- vino de manzana. Ahora comeré algo. No mucho. Acaso una fruta; aunque entiendo que debamos alimentarnos, no se por qué debe ser todos los días. Y a cada rato. Debería ser suficiente una o dos veces por mes. Pero no. No solamente tiene que ser todos los días sino tres veces por jornada. Algunos llegan a comer hasta en cinco oportunidades o más. Incluso la humanidad hambrienta ha llegado a inventar cosas como “medias-nueve”, “onces”, “lonche”, “cena”, etc. A mí me basta con almorzar bien, tomar un café en la mañana, otro en la noche, una que otra fruta y basta de contar. Y encima me ahorro un poco de plata.

Cuando Dios dijo a Adán: “Y ganarás el pan con el sudor de tu frente”, en realidad no estaba castigándolo –y encima a todos nosotros que nada que teníamos que ver con el asunto- con tener que trabajar… sino con tener que comer; “ya que tuviste dientes para comer manzana, los tendrás también para comer carne, frejoles, yuca… la lista no tiene fin”. Parece ser la conclusión sabia a la que llegó Dios; nos dio el mayor de los castigos: comer todos los santos días. Trabajar en cambio no es –como fácilmente podría uno incurrir en error- un castigo. Trabajar es una satisfacción. Un goce. Una manera de desprenderse de la mujer durante el día -o la noche- para pasarla en compañía de los amigos –y las amigas- en una oficina o lugar cualquiera donde laboremos. Resulta curioso, por otra parte, que Dios, cuando le encomendó a Adán la tarea de ganarse el billete, no le dijera nada a Eva… cosas de Dios.

Escucho una radio local donde han tenido el buen gusto de transmitir música latinoamericana. Me hace trasladar en el tiempo; escuché estas mismas letras que otrora hicieron que mi sangre corriera más rápido por mis venas. Es la música de los pueblos. Expresan sentimientos de dolor, de sufrimiento pero también de esperanza... y presentimiento de muerte; esa que nos espera ahí agazapada al otro lado de la calle o al voltear la esquina cualquier día.

Observo a través del ventanal a unos niños que parecen ser hermanos. Representan allí afuera una obra de teatro majestuosa –o es así o es el efecto del vino que me estoy tomando- lo cierto es que se toman de las manos y dan vueltas sin tropezarse. Dan saltitos. Corren con los brazos abiertos. La niña, apoyada en la luz de una lámpara que la ilumina como si fuera un reflector improvisado, se mueve suavemente siempre con los brazos abiertos como si fuera una bailarina más de “el lago de los cisnes” de Tchaikovsky –o algo así-; danza rítmicamente bajo los sones de una música imaginaria y maravillosa. Se acerca a su hermano y lo toma de las manos. Dan vueltas una y otra vez, hasta que, cansados de jugar, se acercan a sus padres –ignorantes de la obra que acaba de llevarse a cabo-. Se baja el telón. Sonrío y les dedico un aplauso silencioso –siempre bajo los efectos del licor; de otro modo, ni yo, que ando husmeando todo, me hubiese dado cuenta de nada-. Creo que los adultos dejamos de ser niños cuando empezamos a ser menos auténticos, a medir cautelosamente cada movimiento a ojos ajenos, como si temiésemos hacer el ridículo. Además, dejamos de soñar y jugar y empezamos a envejecer sin remedio.

Estoy esperando a que las horas transcurran tranquilamente y sean las dos de la madrugada para tomar el bus que me llevará a Huaquillas, pueblo fronterizo donde pienso cruzar a Perú sin problemas. Sin problemas es un decir. Me parece que deberé sobornar a los guardias para que me dejen pasar al país donde radico legalmente desde hace casi 20 años y donde está la mujer –peruana- con la que me casé –por culpa del destino- 17 años atrás.

La razón de mi improbable ingreso a la patria de los internacionalmente conocidos Jaime Baily y Laura Bosso,  es simple y absurda a la vez:

En 1990 me encontraba en Lima –después de 2 años sabáticos por tierras de Bolivia, Chile, Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay- donde tomé un bus para ir no me acuerdo a donde; allí tuve el infortunio de ser despojado de mi pasaporte. Levanté la denuncia correspondiente ante una comisaría, y en el Consulado Colombiano me dotaron de un nuevo pasaporte. Este último provisional. Me ordenaron presentarme a la Prefectura –que se ubica en la Avenida España-. Me presenté todo juicioso. Me hicieron muchas preguntas. Me hicieron regresar el Lunes, luego el Miércoles, el Viernes y otra vez el Lunes… 20 días después me informaron que quedaba detenido. Pregunté el motivo. Ordenes superiores, me dijeron.

Después de 15 días en prisión fui expulsado de la República del Perú sin derecho a decir ni pío, entre otras cosas porque la Cónsul de turno –contratada precisamente para velar por el bienestar de los colombianos en el exterior- hizo caso omiso a la orden que le dio el pueblo, y me abandonó a mi suerte sin haber cometido falta alguna. Pasé de ser víctima de robo a sospechoso de incurrir en delito –y detenido en consecuencia- en un abrir y cerrar de ojos; eso de ser colombiano es una carga que solo se aguanta por el inmenso amor que se le tiene a la patria.

Pero ya conocía a la que ahora es mi esposa; su apoyo –y una “modesta” suma de dinero a las autoridades pertinentes- permitieron que me dejaran ir en un bus interprovincial, y no poco a poco como tenía advertido por la policía.
Sin temor a equivocarme debo decir que soy el “orgulloso” poseedor del record mundial por ser el único ciudadano que ha sido acusado, detenido y expulsado –en un mundo de desempleados- por una ley de vagancia, que creo sigue en vigencia. Con el agravante de ser turista.

Total que 20 años después de aquel infausto suceso, aún en las pantallas de las modernas computadoras de la policía figura mi foto, mi nombre,  mi “delito” y el impedimento  de ingresar al país, no obstante tener en mi poder un carnét de extranjería que me acredita como residente. Situación ambigua a la que tendré que encontrar solución.

Ha llegado la hora de abandonar el ensueño para despabilarme. En Lima me espera el reencuentro con la familia que me recibirá con los brazos abiertos –o al menos eso espero yo- y la tarea de seguir escribiendo la historia de aquellos que se debaten ante la urgencia de seguir sobreviviendo… pese a todo.

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