TAXI
(Escrito por nuestro amigo Mario Capasso)

Cuando el hombre llega a la calle un relámpago lo sorprende. Pero la sorpresa apenas dura unos instantes. Enseguida, luego de arreglarse la corbata el hombre enciende un cigarrillo y piensa, no, él no se va a dejar ganar por el pesimismo en una noche que se presenta negativa en cuanto al clima pero prometedora en lo que le aguarda dentro de un rato. Todo va a estar bien, más que bien, se dice. Desde la vereda observa el movimiento de los autos, demorado, casi estático. Todos los viernes es lo mismo, casi todos los días es lo mismo pero los viernes es peor, piensa, y él justo tuvo que dejar su coche en el taller esa mañana y esa circunstancia le causa algún fastidio adicional. Trata de convencerse de que no importa, de que igual va a llegar adonde tiene que llegar y ella, la mujer que lo espera en unos minutos, lo va a saber recompensar, seguro que sí. Entonces apoya el maletín en el suelo, marca un número en su celular, la primera vez algo falla, pero en el segundo intento se comunica y entonces avisa de la demora.
–No sabés, esto es un quilombo, pero ya voy para allá, de alguna forma me voy a arreglar, así que preparate, cualquier problema te vuelvo a llamar.

Corta y guarda el celular.

El hombre no alza la mano, en realidad ni siquiera lo ha visto pero la puerta abierta del taxi ya lo introduce al interior mientras la primera gota de lluvia lo alcanza por la espalda. Se sienta e indica la dirección. Termina de acomodarse con un guiño de complacencia, el día parece destinado a terminar en una noche espléndida. Que llueva nomás, piensa o se dice por lo bajo.

Enseguida propone.

–Hay unos pesos de propina para usted si logra salir pronto de este embrollo.

El conductor parece desentendido de su entorno, se diría que no ha oído la sugerencia y sin embargo el taxi arranca con fuerza y se desplaza con agilidad. El hombre guarda silencio. “Encontré lo que necesitaba, un chofer hábil y un vehículo poderoso”, se dice y no tiene ningún inconveniente en someter su voluntad a los designios del conductor, al que en esos instantes ve como una mancha gris, algo difusa tras el volante, que también se muestra desdibujado, fuera de foco, según alcanza a definir ya con alguna incipiente dificultad el hombre.

Mientras tanto, los otros autos parecen abrirse, ceder paso, como si una confabulación de pronto se hubiera puesto a funcionar. El hombre se ha relajado y viaja distendido, mira cómo los demás van quedando atrás, se acaricia el mentón, realiza un gesto ambiguo, sonríe. Con un movimiento que le sugiere cierta sensación de abulia, coloca el maletín a un costado, ahí cerca.

A las pocas cuadras el taxi queda atascado.

–Qué lástima, hasta acá íbamos bien –dice el hombre.

–Sé de otro camino –sugiere el conductor sin darse vuelta.

–Bárbaro, vayamos entonces por donde usted dice, tengo apuro.

El taxi gira como escurriéndose. Al doblar, el hombre percibe algo así como un golpe de silencio. Luego, poco a poco, va recuperando los sonidos de la ciudad pero éstos le llegan distintos, apagados y lejanos. Intuye en su interior una especie de vértigo, una extraña sensación de caída, como ocurre en algunos sueños. Trata de observar a través de la ventanilla pero la lluvia entorpece el intento y la niebla parece haberse depositado al nivel de los ojos. Hay algunos transeúntes andando por ahí, aunque logra verlos apenas y hasta duda de la veracidad de la visión. De pronto, sin aviso, comienza a dolerle la cabeza. Además, es absurdo lo que ve o cree ver, la gente parece andar lenta, como si el desplazamiento en algún punto de su itinerario se trabara. A algunos los nota desmesuradamente altos, otros en cambio se le antojan niños, aunque tanto los unos como los otros caminan encorvados. No puede ser real, piensa el hombre, estoy mareado y confundido, concluye. Ahora circulan pocos autos por la calle, en realidad no ha visto ninguno durante el último rato. Adelante, medio perdida en la distancia, una luz amenaza venírseles encima y luego parece alejarse. Raro, muy raro todo esto, se dice, porque entonces ve a una niña de pie bajo un umbral y un nombre asoma a su boca, pero la boca permanece cerrada. Mira el reloj y no acierta a reconocer la hora y eso le causa un fastidio adicional. Se percibe complicado, tal vez sea el whisky aunque no recuerda haber tomado más que otras veces, un poco más tal vez, poco antes de salir, eso podría ser. El taxi se detiene, o él cree que se detiene. El hombre sospecha haber pasado varias veces por el lugar, en otras noches o tal vez minutos u horas antes, sin embargo algo le dice no, no es lógico lo que está pasando, hay un error, un enorme error metido en todo esto. Entonces le parece que el taxi retoma la marcha. El asfalto propone baches y grietas, algunos son sorteados con singular habilidad, otros cruzados lentamente, como si se hundieran en lo profundo de un barro insospechado.

El conductor entra de repente, como un mago a escena. El hombre podría jurar que hace un rato ni siquiera estaba allí, cómo puede ser, procura gritar y es como si un trapo en la garganta le sofocara el grito y se siente abandonado ahí atrás. La calle desolada exagera el sentimiento de la noche, la ausencia del exterior parece trascender adentro, entonces la figura del conductor parece proveer a esa calle de la ilusión de algo remoto e inescrutable. Los instantes se alargan en la cabeza del pasajero, el cuerpo se afloja, los brazos pesan, los pensamientos luchan por acomodarse, el camino es correcto, vamos bien, todo normal, quisiera fumar, fumar, repetir al taxista la dirección, qué pasa, algo no funciona, la dirección, cree haberla repetido, el taxista, oscuro, tan oscuro todo alrededor y él ahí adentro, y afuera la lluvia semeja una alucinación, todo es sucio, tan sucio, cree murmurar el hombre y entonces una especie de túnel lo envuelve y se lo traga.

El hombre parece volver despaciosamente de su viaje. Con el ánimo fragmentado intenta reconocer la zona pero la oscuridad sigue y los contornos de las casas van pasando como diapositivas algo imprecisas e inclusive muy bien podrían corresponder a espacios vacíos. Hace calor aquí, murmura y transpira envuelto en un fuego que crece y crece, sube por la carne y lo ahoga. El cuerpo del hombre entonces abandona el saco, lo arruga a su lado y lo coloca sobre el maletín, a esta altura casi inadvertido.

De pronto, dentro de todo se siente algo mejor, sacude un poco sus temores y se anima a hablar.

–No veo nada, creo estar perdido, con esta lluvia uno se confunde, tal vez hubo un apagón. Dígame por favor si vamos bien.

–Vamos apenas por uno de los caminos posibles.

–Sí, no sé, es inquietante, tal vez sea la noche.

–La noche, justamente.

–Tal vez podríamos ir por otro lado.

–Sería lo mismo.

–Quisiera fumar.

–Por mí...

–Y si escuchamos un poco la radio.

Entonces un tango gime entre el humo del cigarrillo y lo negro de ese espacio. El taxi avanza como si atravesara un tiempo detenido.

–Calor, mucho calor –dice el hombre aflojándose la corbata.

Un nuevo cigarrillo para ampararse, tal vez con los labios busca encontrar alguna presencia conocida, cualquier cosa que le resulte más o menos familiar. Fuerza la vista para mejorar su perspectiva, pretende bajar la ventanilla mas no lo consigue. Mientras tanto, la lluvia golpea los vidrios con furia, casi con bronca, como si intentara extinguir una fogata al parecer invencible.

Por no tragar el desconsuelo, el hombre se inclina un poco hacia delante y pregunta.

–Y a usted le gusta trabajar, digo, así, de noche.

La pregunta ondea en el aire. El pasajero aguarda largamente una respuesta y ya debe haber olvidado la pregunta cuando la voz del conductor se desplaza por el vehículo, parece emerger de un pozo.

–Todo sucede en la noche.

–No le entiendo... no entiendo nada... yo...

–Pero ya estoy cansado.

– ...

–Muy cansado.

–...

El viaje se prolonga en silencio. El conductor ha acallado la radio y también ha desconectado el limpiaparabrisas. Entonces el taxi parece andar sin rumbo, flotar entre la calle abajo y la tempestad arriba.

Después, como un espejismo huido del desierto, asombra la cercanía de una esquina con luces y hay también un reflejo en los charcos que han quedado sobre la calle. Con lentitud esquivan el último bache y encuentran una avenida y al pasajero lo sacude una puntada en los ojos, la luz del alumbrado es un estallido en su cabeza. La lluvia ha terminado, sólo el chisporroteo de las gomas sobre el asfalto la recuerda.

Las expectativas parecen cambiar.

–Bueno, bárbaro, por suerte ya me ubico, un poco más y llegamos –se ilusiona el hombre.

La frase interrumpe por un instante el silencio, luego sólo el motor del taxi representa una especie de nostalgia, un resabio de la noche transcurrida, ahora contaminada apenas por la proximidad de la madrugada. El conductor sigue sin darse vuelta, ni siquiera ha mirado una vez por el espejo retrovisor. El hombre respira casi con tranquilidad, se le ha hecho tarde quizá, pero esa mujer lo espera y él comienza a arreglarse, se acomoda la corbata, reconoce los edificios del barrio aunque por momentos parecen esfumarse.

–Acá está bien, estacione nomás. Cuánto le debo por el viaje.

El conductor no habla, no se mueve. El taxi continúa su marcha, avanza lenta, muy lentamente. El hombre mira hacia el lugar donde tendría que estar ubicado el reloj y lo inquieta el hecho de no verlo. Y ahora de repente tampoco ve los edificios. Aquí tiene el dinero, deténgase y cóbreme y terminemos de una vez por todas con este viaje horrible, dice el hombre al tiempo que zamarrea al conductor que entonces sí, se da vuelta, y es entonces cuando las miradas se cruzan por única vez. El hombre siente que su cuerpo ya no le pertenece y tal vez por eso no escucha a su propia boca cuando se mueve y dice: estoy listo, lléveme.

Luego el taxi realiza un movimiento brusco, toma velocidad y dobla en la primera esquina.

Amanece en Buenos Aires. Una vez más.

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