RELATO DE UNA CORRERIA
(Escrito por nuestro amigo Jaime Didier)

Tener un amigo en la cárcel, quién lo duda, es cosa que no se va divulgando por ahí. Esa información solo se cuenta a los más allegados y en voz baja, con murmullos.
Una vez notificado, el interlocutor hace la pregunta de rigor: ¿y por qué lo apresaron? Y lo van mirando a uno como si tuviese algo que ver en el asunto; es decir, contar esto me convierte inmediatamente en sospechoso.

Pero los amigos son los amigos, y es menester visitarles cuando se encuentran en un momento difícil.
La historia comienza con una llamada telefónica procedente de Bogotá, Colombia, donde me notificaban que Wilson había sido detenido en el Perú, pero no sabían dónde se encontraba.

-¿Wilson? ¿el mismo que tenía un taller de mecánica?-. Pregunté como queriendo que me dijeran que no era él, que era otro Wilson, no el amigo con el que crecí buscando chatarra (material de reciclaje) para ganar unos centavos, y jugando cuando terminaba el trabajo.

-Sí, es tu amigo Wilson, el mecánico-. Me respondieron al otro lado confirmando mis malos presentimientos.
-¿Y sabes por qué lo apresaron?-. Pregunté esperando que me dijeran que solo había sido una equivocación, un homónimo o una cruel injusticia cometida contra un inocente.
-¿No sabías que estaba metido en negocios turbios?
-No.

-Parece que le ofrecieron un trabajo sucio, aparentemente sencillo y se fue enredando poco a poco hasta llegar a hacer cosas de mayor gravedad.
-¡Increíble!
-Y es por eso que ahora está preso en el Perú.
-¿Wilson delincuente? ¡Cómo cambia la gente!
-Sí, pero ya le han pasado otras cosas feas acá en Colombia y no enrumba el camino.

-Bueno, voy a ver qué averiguo, gracias por la llamada.
Después de tomar unos segundos para reponerme de la noticia, descolgué el auricular, marqué el número del Consulado Colombiano, y pedí hablar con el Cónsul.
-Con él habla.
-Buenos días, señor Cónsul, yo soy colombiano y radico en el Perú desde hace 15 años. Acabo de recibir una llamada donde me informan que han detenido aquí en el Perú, a Wilson Pimentel Merino, también colombiano. Le agradecería que me averiguara dónde lo tienen para ir a visitarle, ya que yo soy el único amigo que tiene en el país.

-¿Wilson qué?
-Wilson Pimentel Merino.
-Ya.
-Muy amable.
-Bueno, con mucho gusto. Llame mañana a esta hora.
-Muchas gracias, señor Cónsul.

Al día siguiente hice la llamada a la hora señalada. Me contestó una señorita quien me puso con el Cónsul.
-Su amigo Wilson está preso en la ciudad de Huacho, en la cárcel de Carquín. Lo detuvieron cuando salía con sus compinches de una agencia del Banco Continental, luego de asaltarla.
-Le reitero mis agradecimientos, señor Cónsul, que tenga un buen día.
-Igualmente.

Esta conversación la tuve un jueves, de modo que me preparé para ir a visitarle el domingo siguiente.

El domingo madrugué y me encaminé hasta Huacho, llegué sin problemas y constaté que efectivamente allí estaba mi amigo Wilson reponiéndose de la golpiza recibida por la policía, como un aviso de lo que le pasaría la próxima vez, si se atrevía a intentarlo de nuevo.

Me despedí de él apesadumbrado por la triste situación que labró con mucho esfuerzo, todo por conseguir dinero en grandes cantidades y rápidamente, exponiendo su pellejo; y pensar que para mí el dinero ocupa el último lugar en las prioridades que me hacen feliz…

Antes de despedirse me contó que lo iban a trasladar a la cárcel de Piedras Gordas. Me alegró oír la noticia porque esa prisión me queda más cerca de la casa.
Quince días después estaba en la susodicha cárcel con las frutas que le gustan a mi amigo.

Quedé en ir a visitarle el domingo siguiente, porque en esos días le enviaban un mensaje importante desde Colombia.

Era justo el día de la madre; recuerdo muy bien la fecha porque dos días después fue mi cumpleaños: 13 de mayo del 2007.
Aquí hago un pormenorizado recuento de los sucesos de ese día:
 
6.00 a.m.
Me levanto temprano, aunque no sea mi costumbre, porque tengo que visitar a mi amigo Wilson preso en la cárcel de Piedras Gordas, por la simple razón de haber escogido el camino más rápido para meterse en problemas. Cuando le he preguntado por qué lo hace, sólo me respondió que él poseía un “elevado estilo de vida”; no quise preguntarle más.
Ha tenido, me contó esa vez, una vida llena de lujos y mujeres, sólo que a cambio ha pasado algunas temporadas en varias prisiones de Colombia, razón por la cual se vio obligado a emigrar en busca de mejores horizontes…
Camino al autobús entro al mercadillo del barrio y compro las pocas vituallas que mi magro bolsillo me permite:
Dos peras grandes.
Dos manzanas rojas y apetitosas.
Tres naranjas.
Cuatro mandarinas y cinco guayabas maduras.
Además llevo tres libros que ya leí, una cajetillas de cigarrillos para Julio el otro colombiano detenido en el frustrado asalto, y un paquete de papel higiénico, éste último artículo muy escaso en esos lares, y usado preferentemente a los diarios… que corren indefectiblemente idéntico fin.

7.00 a.m.
Tomo una unidad de la línea 37, que es un ómnibus color naranja; grande y confortable pero excesivamente lento.
Esperanzado y con el corazón henchido, tomo luego, en la Av. Alfonso Ugarte, el Ancón-Jesús María, el cual me deja al borde de la carretera.

9.30 a.m.
Conmigo baja una buena cantidad de pasajeros que llevan la misma ruta que yo.
Estoy de pie observando el panorama que se presenta ante mí: toda la zona es desértica, el viento levanta inclemente nubes de polvo que van a estrellarse contra las caras de los visitantes; a cada lado de una carretera polvorienta que lleva al presidio, hay casetas donde venden todo tipo de cosas que permiten ingresar, además venden comida y guardan los objetos prohibidos de ingreso como cinturones, llaves y otros; cosas con las cuales se puede elaborar armas.
Algunos visitantes van por ese camino en sus autos, otros usan mototaxis y los demás caminan; yo voy con estos últimos, ya que no tengo suficiente dinero.
Al llegar encuentro una larga fila de gente.
Mientras espero, lleno el crucigrama del diario.
Las señoras arman gran alboroto por la demora para entrar, y contra los que quieren meterse a la fuerza más cerca de la entrada.
Llego hasta la caseta donde me piden el documento, y me preguntan a quién voy a visitar. Me toca alzar la voz por el bullicio. Cuando pronuncio nombre y apellido del interno, una señorita me grita al oído que a Wilson lo han trasladado a la cárcel de Huaral.

Pido mi documento.

La señorita me informa, fehacientemente, que a mi amigo se lo habían llevado el miércoles anterior en compañía de su novio; sus ojos cristalinos y la seguridad de sus palabras me convencen de que dice la verdad. Le estrecho la mano en señal de agradecimiento. Lo que se me olvidó preguntarle fue por qué ella no viaja hasta Huaral, que se ubica a dos horas de allí, a visitar a su novio.
Me dispongo a viajar hasta la cárcel de Aucallama en Huaral. Cuento las monedas y noto con preocupación que tengo solo para la ida, pero no para el regreso. Entonces pienso que Wilson, que siempre anda con dinero aún dentro del penal, sabe Dios por qué, me dará lo que necesite para el viaje de regreso.
Con este pensamiento positivo aún rondando mi cabeza, le pregunto a un policía a dónde debo ir para tomar el bus hasta Huaral. Me indica que debo caminar por la carretera hasta el retén de la Municipalidad de Lima.

10.30 a.m.
Luego de caminar por espacio de 20 minutos, llego hasta el reten y me pongo a esperar el bus. Mi sorpresa es mayúscula cuando veo pasar uno a uno cada bus raudamente, sin que vean siquiera al individuo cargado de cosas al pie de la autopista.
Un inspector observa la intención que tengo, y viene a mi encuentro.
-¿Para dónde va?-. Pregunta.
-Para Huaral, le pregunté a un policía y me envió hasta aquí.
-Pues mire, usted tenía que caminar exactamente en sentido contrario para tomar el bus en el paradero, aquí sólo se detienen cuando hacemos operativos.
-Mal informado el policía-. Digo con resignación.
-Espere un momento-. Me dice, y se va hacia una oficina. Un momento después regresa con un bastón rojo de luz, y hace señas a un bus interprovincial. Le pregunta al chofer si va para Huaral. Responde negativamente. Detiene a otro y le hace la misma pregunta. Esta vez el chofer responde afirmativamente. Le pide el favor de llevar un “primo” suyo hasta Huaral, y me llama. Le doy las gracias y me subo al bus donde intentan cobrarme el pasaje. Sonríen cuando les digo que no tengo un quinto.

12.30 p.m.
Dos horas después llego a la localidad de Chacra y Mar.
Espero 15 minutos hasta que aparece un microbús por el desolado paraje y me subo en él.
20 minutos después bajo, pero increíblemente debo tomar un taxi colectivo porque el penal de Aucallama queda en el fin del mundo.
Bajo del colectivo polvoriento y sin un centavo en el bolsillo, ante las puertas oxidadas del penal, que está perdido en los confines de las lomas erosionadas, en algún  punto de la costa peruana.
En una gran pared han escrito la frase premonitoria de Simón Bolívar: “Educad al niño y no tendréis que castigar al hombre”.
Estas palabras debe haberlas pronunciado hace como 200 años, pero hasta ahora nadie parece haberse dado por aludido.
Mi amigo Wilson, y esto no me lo perdonará, ha tenido una educación muy buena, hasta donde sé, pero nunca fue muy aseado por el lado de los oídos, es decir, no debe haber escuchado nada.

1.30 p.m.
Seis guardias me dan la “bienvenida”.
Les doy mi carnet de extranjería. Lo miran como si estuvieran ante un billete falso.
-¿No tiene DNI?-. Me pregunta uno de ellos.
-No, señor. Yo soy colombiano y sólo uso carnet de extranjería expedido por la autoridad competente.
-Pero esto no vale-. Me dice sarcásticamente y se lo entrega a otro guardia. El otro lo mira con desdén.
-Acá solo entran con Documento Nacional de Identidad-Remarca.
-Pero señor, ese es mi documento de identidad y yo tengo que encontrarme con un amigo que han traído de Piedras Gordas.
-¿De Piedras Gordas? Se pregunta así mismo-. ¿Esta semana han traído a alguien de Piedras Gordas?-. Pregunta a gritos.
-No, que yo sepa-. Responde alguien.
-Bueno, pasa a ver si está. Sería bueno que dejaras algo para la gaseosa.
-No tengo plata, disculpe.

-Ya pase-. Me grita otro guardián que hasta ese momento había permanecido en silencio.
Paso una reja donde me marcan cual res en ambos brazos.
Me enumeran y me dan una ficha de metal, sin la cual tendré muchos problemas para salir.
Paso a una sala de revisión donde me hacen sacar todas las cosas que llevo. Al ver las guayabas, una mujer con uniforme me pregunta que fruta es. No me deja terminar de responder, anunciándome que no pueden entrar. Agarro una y le entrego las otras a los guardias. Las guayabas desaparecen en segundos.
Me recibe luego un nuevo “comité de bienvenida”, conformado esta vez por internos ávidos por prestarme algún servicio que signifique un pequeño pago para ellos. Les repito que no tengo ni un cobre y que estoy buscando a un amigo colombiano.
Haciendo oídos sordos, me llevan al puesto de control interno.
Allí, un grupo de escuálidos muchachos, ataviados con unos cuadernos grandes, empiezan a buscar entre los cientos de nombres allí escritos, el nombre y apellido que les doy.
Buscan diligentemente; algo obtendrán.

Me asombra no ver muchos visitantes, siendo un día tan especial, pero lo entiendo; a ese lugar es muy difícil y costoso llegar; si me hubiese tocado pagar el transporte interprovincial, no hubiese tenido plata para el microbús ni para el colectivo.
Buscan, buscan y rebuscan con afán. No es difícil percatarse de las grandes necesidades de estos pobres hombres que han caído en desgracia y que no ven otra cosa más por hacer que delinquir, vaya a saberse por qué.
Media hora después de haber revisado cuidadosamente las largas listas de nombres, me dicen que definitivamente no se encuentra allí.
-¿No habrá entrado con otro nombre?-. Me pregunta un chico de no más de 20 años de edad, tratando de hallar otra salida al problema.
-No creo.
Me llevan al sector donde están los extranjeros, pero allí tampoco está.
-¿Y quién le dijo que se encontraba aquí?-. Me pregunta un perspicaz joven. No me atrevo a decirle que una chica fue mi “fidedigna” informante.
-Allá en Piedras Gordas. De todas maneras muchas gracias-. Saco la cajetilla de cigarrillos y se la entrego a uno de ellos. Rompe el sello y reparte el contenido entre sus amigos. Veo sus caras por última vez. Nadie comenta nada pero veo la decepción en sus rostros por no haber podido cumplir su cometido, y porque saben que he tenido que hacer un largo e infructuoso viaje.
Saco las frutas y reparto, entre los últimos que me acompañan hasta la salida, las mandarinas y las peras.
Entonces salgo cabizbajo, hecho un tonto, sin plata y ahora si pensando de verdad, que algo de idiota si debo tener.

2.15 p.m.
Le pido el favor al chofer del colectivo que no me cobre dos soles porque solo tengo uno… se niega; entonces recurro al papel higiénico y alguien, riendo, me dice que va a hacer una necesidad a mi nombre, y me da el sol que necesito.
El colectivo me deja al costado del cementerio, que es el lugar donde debo tomar el microbús que me llevará hasta la localidad de Chacra y Mar.
En el cementerio aprovecho que es el día de la madre, y me pongo a vender los cuentos que escribo y que me salvan la vida a diario.
La gente pasa con instrumentos musicales en las manos y cajas de cerveza; es la forma que tienen de recordar a sus seres queridos, y hacerles partícipes donde sea que se encuentren.
Tengo éxito. Consigo lo que necesito para regresar a Lima, pero no para almorzar. Entonces entro al único restaurante del lugar. Es una estancia humilde pero limpia, y los olores cautivantes de la comida salen desde el fondo estimulando mi hambre.

Estoy mirando los carteles y los paisajes pegados a las paredes, cuando se acerca un joven sonriente, quien me sugiere atentamente que me siente. Enseguida le propongo cambiar las manzanas por un plato de frejoles con arroz. Se ríe y me dice que me siente. Al rato vuelve con un plato de frejoles con carne, arroz y ensalada. Quiero decir algo pero me calla diciendo que es una cortesía de su madre. Voy al encuentro de la amable señora y le entrego las manzanas, aduciendo que es por su día. Me las recibe sonriendo.

No puedo más que emocionarme ante estas muestras de desprendimiento de esta gente humilde y de gran corazón que me acoge dulcemente.

Después de llenar el estómago dejo dos naranjas encima de la mesa y me despido eternamente agradecido; estas pruebas de solidaridad y buena voluntad deberían darse más a menudo entre todos, pues hacen la vida más feliz, optimista… llevadera.

5.30 p.m.
Regreso a la “civilización”. Caras opacas, silenciosas, casi tristes, me dan la bienvenida.
Me recibe la gran ciudad con su tráfico, su bullicio, su asfalto gris y sucio, y sus ruidos agresivos.
Voy a una compra venta de libros usados, y me dan 5 soles por ellos. Me retiro absorto.

Regreso derrotado, cansado, sudoroso, polvoriento… pero con la lección aprendida.

Ya por hoy tuve suficiente.

WILSON PIMENTEL MERINO YA SALIO LIBRE, Y CONTINÚA POR LA SENDA EQUIVOCADA.

AUN ESTA VIVO… SÓLO QUE NO SE HASTA CUANDO.

¡Puedes compartir esta lectura con tus amigos!
Sólo pásales esta dirección:
www.lecturasparacompartir.com/escritores/relatodeunacorreria.html

Relato de una correria

¿Te gustó este artículo?
¡¡Envíale un aplauso al que lo compartió!!
¿Que te pareció este artículo?
¡Aplausos! ¡Aplausos! ¡Excelente!
¡Está bien!
Perdóname, pero me aburrí un poco.
¿porqué no te pones mejor a ver la televisión?
Tu mail: 

Comentarios:


Gracias por tu participación y tomarte un minuto para mandar tu mensaje,
así contribuyes al mantenimiento de esta página.
Lecturas para compartir.  Club de lectura y amistad.  www.lecturasparacompartir.com