LAS TORTAS DE LA TIA TAB
(Escrito por nuestro amigo Miguel Keegan)
Dentro de la parte de la familia que vivía en el campo, la Tía Tab era un personaje de lo más singular. Soltera a pesar suyo, pasaba con facilidad de la melancolía silenciosa, junto a las ventanas que daban al jardín, a la más alegre locuacidad a través de toda la casa. Sólo Dios sabe qué mecanismos obraban el milagro. Y si le daba el arrebato de alegría en aquellos momentos mágicos en que todo sale bien,  uno podía aprovecharlo para que ella se luciera en alguna de las taréas que más le agradaban: preparar geniales bocadillos en la cocina, armar barriletes que volaran con todo éxito, o bordar milagrosas guardas multicolores en viejos lienzos que se transformaban por sus manos en suntuosos manteles o bellísimas cortinas.

La tía Tab, con sus tal vez sesenta y más años, ya no era para nada una niña. Sin embargo podía sumarse a nosotros en una feliz algarabía. Junto a ella todo era grato. Barrer el patio cubierto de hojas, recolectar huevos al caer la tarde, regar la huerta o ir caminando hasta el pueblo para buscar provisiones.

En realidad era nuestra tía abuela, pero a nadie se le hubiera ocurrido jamás el pronunciar delante suyo tamaña insolencia. Los grandes decían que algo no había resultado bien cuando nació, pero nosotros no entendíamos qué significaba eso y tampoco nos importaba. El hecho es que la habíamos adoptado como uno más de los niños de la familia y eso bastaba para todos.

Lo que más despertaba nuestras espectativas, era verla en la cocina con alguno de sus coquetos delantales. Eso era el prólogo inequívoco de alguna suntuosidad culinaria, que vestía de fiesta nuestra tarde.

La enorme cocina a leña se convertía entonces en una caja de sorpresas, que daría a luz una torta capaz de regalar todos nuestros sentidos hasta adormecerlos. Redondas, cuadradas, acorazonadas, rellenas de dulces increíbles y confituras de raras procedencias, cualquiera de ellas parecía salida de un cuento de Hadas. Y tal vez la Tía Tab hubiera tenido algo que ver con las Hadas, ya que como ellas, todo lo que hacía era bello y todo lo que tocaba se volvía milagroso.

Cada cumpleaños, cada aniversario, cada Navidad u otra fiesta que hubiera en casa o los alrededores, era motivo para que una de las tortas de la tía Tab fuera el centro de la admiración y los comentarios. Para los chicos de la casa, ver que la tía iniciara sus preparativos en la cocina, significaba que todo quedara pospuesto para acomodarnos disimuladamente junto a ella. Así participábamos de su obra aunque más no fuera como testigos. Pero la tía nos permitía a cada uno de nosotros contribuir con algo más directo y depositaba en nuestras manos, con singular complicidad y de acuerdo a nuestras edades, algún ingrediente al que debíamos transformar. Así, mientras el mayor de nosotros batía huevos, otro cernía harina, otro deshacía un pan de manteca y otro rallaba chocolate. Ella mientras tanto acercaba más leños al vientre flameante de la cocina y buscaba la inspiración necesaria concentrándose en los moldes, como un ingeniero estudiaría el declive de un terreno antes de tender un ferrocarril. Salvando esas mínimas diferencias de propósito, creo que ambas taréas requerían el mismo esmero, igual concentración e idéntica responsabilidad. Al menos para nosotros y la tía.

En esos momentos, todos los mayores desaparecían. Unos dormían la siesta, otros platicaban bajo la sombra fresca de los tilos, otros pescaban en el arroyo que serpenteaba perezozo al final del pueblo y el abuelo leía su diario lo más cerca que podía del ventilador, cuidando que no se lo estruje.

La tía tenía, oculta en algún misterioso rincón del armario de la cocina, una bella caja de madera en la que guardaba sus esencias. En primorosas botellitas de vidrio incoloro y cerradas con tapones de goma rosada, yacían raras sustancias de diversos colores de las que resultarían sabores diferentes. De los líquidos verdes surgía el sabor de la menta y la manzana; de los rojos, el de la frutilla y la cereza. Allí también dormía un frasco bien cerrado que contenía el coco rallado; otro con la canela; y había algunos más con diferentes sustancias que la tía manejaba con la misma circunspección de un químico y con la misma maestría de una hechicera.

Merecen especial mención sus secretas manipulaciones para con las masas. En efecto, ella sabía exactamente cómo preparar, revolver y amasar cada pastón. De las sutiles diferencias entre unos y otros, resultaban las hojaldradas masas de los pastelitos, las suntuosas esponjosidades de los bizcochuelos, las quebradizas napas de los milhojas, las elásticas redondeces de los panqueques o los cuerpos suaves y embriagados de sus tortas majestuosas.

La decoración de una torta era un verdadero ritual. La tía Tab acomodaba sobre la gran mesa de la cocina, el precioso contenido de su caja de madera, más toda una parafernalia de accesorios e ingredientes complementarios que variaban según la ocasión. Aparecían así velitas de colores para los cumpleaños, huevos de chocolate para la Pascua, un pesebre en azúcar para la Navidad, más una gran variedad de confites, ralladuras, adornos y hasta artículos de bijouterie, si la fiesta lo ameritaba.

Los domingos eran de por sí una fiesta, aunque no se celebrara nada. En esos casos la tía ornamentaba sus tortas simplemente de acuerdo a la estación del año o al santo de ese día. Ella sabía cómo preparar una Virgen, un velero, un ángel, una flor o cualquiera otra cosa que su prodigiosa imaginación le sugiriera. En la familia había quienes se hacían apuestas para adivinar la figura o el adorno de la torta con que la tía los habría de sorprender. Y lo cierto es que se justificaba tanta espectativa. La aparición de la torta los domingos por la tarde era festejada con una bella algarabía mezcla de júbilo, sorpresa y admiración, que culminaba en un aplauso.

Hubo un domingo que coincidió con el día de la primavera y la tía puso en la mesa a la hora del té, un precioso ramo de rosas dentro de un florero del más fino cristal. Mirándolo bien se pudo notar que todo el conjunto no era sino otra de sus elaboradas tortas, de las que se podían comer hasta los tallos.

Todos se preguntaban qué presentaría la tia Tab otro domingo que coincidió con el Día de los Difuntos. Y, como siempre, ella salió airosa presentando una torta toda blanca, tanto por dentro como por fuera, con dos hermosos ángeles del mismo color orando de rodillas junto a un cirio.
 
No le faltaban recursos a la tía Tab. Nunca le faltaron. Si bien unos pocos duros de corazón comentaron algunas veces que ella jamás podría casarse y tener hijos, o ir a la ciudad a estudiar y seguir una carrera, a la mayor parte de la familia eso no le importó y la amó sin comentarios ni especulaciones. La tía Tab ocupaba un lugar de liderazgo espiritual en la familia, lejos de cualquier  título y certificado. Y en más de una ocasión en que fue necesario demostrar valor y decisión, ella los demostró hasta pasmar al más incrédulo.

Hubo un día particular en la vida de la tía Tab que a todos nos dejó un recuerdo de su poder, su amor y su magia. Cuando hoy recordamos este hecho, muchos años después de su partida, los jóvenes se miran entre sí con sonrisas de complicidad, con la secreta certeza de que a los mayores ya nos empieza a fallar la brújula. Pero piensen ellos lo que quieran, lo cierto es que quienes hoy  tenemos la edad de la Tab de aquellos años, recordamos el hecho con el mismo indescriptible gozo de la infancia y lo revivimos en cada relato. Y hasta tenemos la posibilidad de demostrarlo, pues el personaje principal de la historia, luego de la misma Tab, aún vive y tiene nuestra edad.

Era uno  de esos bellos y lejanos domingos en que la tía Tab nos sorprendía con otra de sus tortas. Celebrábamos uno de los aniversarios de bodas de los abuelos y una buena parte de la familia estaba allí reunida. La torta era un gran círculo de marmolado de chocolate y coco, dividido en tres capas bañadas en forma alternada con con jarabe y licor de cerezas, unidas con crema casera de leche con duraznos y ananás trozados. La cobertura era de fondant blanco con toda suerte de guardas, moños y guirnaldas de crema adornadas de cerezas confitadas. Todo el conjunto estaba coronado por dos figuras en azúcar que representaban en forma muy fiel a los homenajeados, tomadas del brazo de la misma forma en que los abuelos lo habían hecho para que les tomaran la fotografía de su casamiento. Podía decirse que las figuras eran la misma fotografía del album familiar, pero en azúcar y tres dimensiones.

Luego de la sorpresa inicial y de los comentarios de rigor, ante la negativa de la abuela de aceptar el cuchillo para trozar la torta, Tab se aprestaba para tomar la iniciativa, como era costumbre. Con cien platillos blancos cerca de sus manos y otras tantas cucharitas que reflejaban el sol de la primavera, Tab levantó el cuchillo lista para dar el primer experimentado corte, con la precisión quirúrgica de un profesor de la Universidad. Y allí comenzó el milagro.

Un automóvil llegó velozmente hasta la puerta principal del caserón de los abuelos y se detuvo abruptamente con un ruido de frenos exigidos. Unos insistentes toques de claxón indicaron que ocurría algo no bueno y el abuelo salió a ver de qué se trataba con gesto adusto. El abuelo, conociendo el vehículo, se dirigió resulto hacia la ventanilla del conductor y cambió con él unas palabras. Pronto las ventanas se cubrieron de rostros espectantes que inutilmente trataron de adivinar qué sucedía. Todos volvieron a sus lugares al ver que el coche partía con la misma velocidad con que había llegado y el abuelo regresaba a la mesa.

- Se trata de Tabby -dijo el abuelo. -Era el doctor Abilene y dijo que la niña no está bien. Tiene fiebre alta y otros síntomas que hacen pensar en una meningitis...

Tabby era una niñita del pueblo a la que le habían puesto ese nombre en honor a la tía Tab. Era un ser angelical de unos tres preciosos años, criada por un matrimonio vecino que no tenía hijos propios, desde recién nacida. Su madre había muerto al nacer ella y Tab era la única persona que conocía el nombre del padre, pues lo recibió de labios de la infortunada como un secreto de confesión. Siempre hay en esos casos comentarios malévolos. Cuando las mentes suspicaces sienten la necesidad de atar cabos, llegan a conclusiones casi siempre locas y para nada afortunadas.

Todos se enteraron que la tia Tab acompañó al hospital a la joven sin esposo, que ella la llamó poco antes del alumbramiento para hacerle un secreto comentario y que la tia se hizo cargo de los gastos y otras responsabilidades de la situación. Luego Tab afrontó el problema del sepelio de la joven, tanto como el del registro de la niña con su nombre y su posterior entrega en adopción. Tal vez hoy no se podrían manejar las cosas como en aquellos tiempos, pero allá lejos y hace tantos años, la tía Tab manejó el asunto sin dificultad. Facilitaron mucho la gestión, la triste realidad de los hechos, la buena disposición de las autoridades del pueblo y el buen nombre de la familia.

De no haber sido porque no se sentía bien, Tabby habría estado en casa con sus papás adoptivos en la celebración del aniversario. Ellos eran también una parte activa de la familia. Pero a ninguno de nosotros se nos habría ocurrido que su salud estaba tan quebrantada y que su vida corría serio peligro.

-  ¡No puede ser!  -afirmó la tía Tab con una serena firmeza que no le conocíamos.

Es curioso ver cómo los hechos a veces se contradicen. Había quienes decían que la tía Tab era casi una desvalida mental, al mismo tiempo que recordaban cómo se las había ingeniado para finalizar con exitosa rapidez una gestión que no todos se habrían atrevido a afrontar. Pero los comentarios malévolos no terminaban allí. Decían también que el fugitivo papá de Tabby era un convicto peligroso, que la tía Tab lo conocía y hasta que le había confesado secretos que la misma policía deseaba conocer. Incluso algunos aventuraban que ese hombre había tenido una profunda simpatía por la tía Tab, pero que la relación no había prosperado debido al carácter de ella. Como en todo pueblo chico, el chisme corrió entre cortinados y tazas de té hasta crecer como todo lo malo. Tantos juraban que era cierto como los que juraban que no. Tab jamás se dio por aludida y evitó con seca frialdad cualquier referencia al tema. En la familia parece que nadie supo si el chisme tuvo  algo de verdad, pero tampoco se trató el tema abiertamente y, en realidad, creo que no vale la pena detenerse en ello.

-  ¡No puede ser!  -afirmó nuevamente la tía Tab con más firmeza todavía, y sus ojos luminosos indicaron que había decidido algo importante. Nosotros apenas esperábamos anhelantes para ver cómo continuaría el problema.

- ¡No puede ser!  -afirmó por tercera vez, esta vez abandonando el cuchillo sobre la mesa y dejando de lado cualquier intención de cortar la torta. La tía Tab subió precipitadamente la gran escalera de madera lustrada de a dos y más escalones, levantándose el vestido para no tropezar en su prisa.

- ¡No puede ser!  -repetía cada tanto, mientras se oían ruidos de preparativos de partida a máxima velocidad.

Los más pequeños nos mirábamos sin saber qué hacer. Por un lado sabíamos que algo malo estaba ocurriendo y no nos atrevíamos a preguntar nada al sentir la atmósfera cargada de malos presagios. Además estábamos pasmados al ver a la tía Tab transformada de improviso en ese ser fuerte y móvil como una amenaza. Ni siquiera los mayores se atrevían a preguntar algo.

- ¡No puede ser!  - volvió a exclamar la tía Tab mientras bajaba la escalera vestida con una indumentaria inusual en ella, lo que definitivamente nos afirmaba que ocurriría algo importante, al mismo tiempo que la postergación por tiempo ahora indefinido del ritual de la torta.

Cuando llegó junto a nosotros, la tía Tab recuperó su dulzura habitual para con nosotros, pero sin perder su firmeza. Nos miró con aires propios de compartir una grave decisión.

- Niños...  - Nos dijo.  - Algo muy feo le está sucediendo a la primita Tabby y sólo nosotros lo podemos solucionar. Así que mientras yo preparo la partida, ustedes se lavan y se alistan para acompañarme con la mayor prisa. Iremos al pueblo a ver a Tabby, ustedes y yo.

Tal vez alguna de nuestra madres hubiera preferido oponerse diciendo que deberíamos dormir una siesta o que necesitábamos tiempo para bañarnos y ponernos la ropa de salir. Pero eso no sucedió. Y todos nos desbandamos rumbo a los baños, piletones y canillas de la casa para cumplir la orden. En pocos minutos los niños nos reunimos, con caras y manos limpias, en la entrada principal, esperando a ver qué nos preparaba Tab. Pronto apareció desde el establo conduciendo la volanta, a la que en un instante nos subimos los doce que éramos, entre niñas y niños. Mamá trajo a la volanta la enorme torta, preparada como un lujoso regalo de confitería. La había colocado sobre una gruesa bandeja de cartón dorado, con varias bandas de cartón dispuestas en forma de cúpula, que sostenían un cuidado envoltorio en papel de celofán asegurado con varias prolijas vueltas de cinta de seda rosa, que culminaban en un enorme moño atado con el más primoroso amor de madre.

- ¡No puede ser!  -murnuró una vez más la tía Tab, al tiempo que los caballos dieron un simultáneo resoplido y partieron velozmente sin que nadie se los hubiera indicado. La volanta se desplazó raudamente frente a los mayores que miraban sin pronunciar palabra, partiendo con nosotros hacia la casa de la prima enferma. Junto al vehículo veíamos pasar cada vez más rápido los añosos tilos, que nos saludaban uniendo su agradable perfume a la estela de polvo que dejábamos.

Los niños íbamos en la parte de atrás sentados en el piso de la volanta y en cada curva y barquinazo nos movíamos como una carga de zapallos. Las dos primas mayores sostenían como podían la preciosa torta, que debía llegar intacta para que el viaje sirviera de algo. Si bien no se nos habían dado muchas explicaciones, el vínculo espiritual que todos teníamos con Tab hizo que supiésemos cuál era nuestra misión y qué debíamos hacer para contribuir con ella. Hasta los caballos sabían cuándo girar, cuándo disminuir la marcha y cuándo apresurarse.

- ¡No puede ser!  -murmuré a la tía Tab acercándome como pude hacia ella, sin estar seguro de lo que me respondería. Fue una corazonada, como si con ella pudiera ofrecerle la certeza de que sabíamos que todo saldría bien. Ella me miró con una ligera sonrisa, como si la gravedad de la situación le impidiera ofrecerme algo mejor. Pero para mí, con el candor de aquellos años,  fue más que suficiente.

La volanta se detuvo poco después frente a la casa en que vivía la prima Tabby. La tía Tab descendió de un ágil salto, como jamás la había visto moverse. Recién en ese momento reparé en su desusada apariencia. Por primera vez la vi usando pantalones, botas, guantes y chaqueta, lo que la hacía parecer un poco a un hombre. Parecía que estaba lista para asistir a un torneo hípico. De cualquier modo su cabello largo, las puntillas de su blusa blanca y el cuidado moño de seda negra no dejaban dudas de que se trataba de una dama. Pero, a no dudarlo,  una dama de carácter. En ese momento, mientras la miraba desde la volanta dirigiéndose resueltamente a la casa, me pregunté cómo podía ser que una persona cambiara tanto, pues parecía otra. Hasta parecía que se le hubieran evaporado unos cuantos años.

Tab se quitó los guantes y tocó la campanilla de la puerta. Al instante apareció la mamá postiza de Tabby, la señora Dunnaway, una dulce señora de aspecto triste y preocupado, que parecía tener muchos años más que la tía sin que así fuera. Tab le hablaba suavemente y la señora Dunnaway la observaba como si fuera una aparición. Tab al lado de ella parecía alta y majestuosa como un roble. La mamá de Tabby, seguramente por la penosa situación en que se hallaba la niña, a todas luces estaba abatida. En un momento Tab le apoyó una de sus manos sobre el hombro y la señora pareció que hubiera recibido una descarga de energía, pues al instante esbozó una sonrisa tenue, adoptó una postura un poco menos vacilante y comenzó a hablar con algo más de ánimo. Al cabo de un breve momento Tab se acercó nuevamente a la volanta con aire de triunfo.

- Chicos, van a bajar conmigo a ver a Tabby. ¡Tenemos permiso para curarla!

¿Curarla? Nos miramos unos a otros dándonos por enterados. ¿Cómo curarla? Se me cruzó por la mente la pregunta de si éramos médicos o brujos de tribu.

- Tabby sólo está enferma de tristeza. Nuestra visita la animará mucho y se sentirá aliviada. Y cuando vea lo que le llevamos, se pondrá del todo bien. Le daremos una linda sorpresa. Lo que haremos se llama curar el alma...

Luego de decirnos esto, Tab aseguró los caballos a un árbol frente a la casa y los doce que veníamos atrás bajamos de un salto. Nos ayudó a bajar la carga tan preciada y, con ella presidiendo la comitiva, entramos anhelantes. Aún no sabíamos qué sucedería, pero estábamos seguros que sólo habrían de ocurrir hechos gratos.

La casa era bastante grande y bonita, pero no tanto como la del abuelo.  Ni tenía tampoco un jardín de aquel tamaño. Era una típica casa de pueblo, con un lindo porch alojando algunos sillones para difrutar las cálidas noches veraniegas. Varios tilos, nogales y cedros ocupaban el predio circundante a la casa, que por las noches era iluminado por varios fanales bien dispuestos aquí y allá.

Entramos a una espaciosa sala presidida por un generoso hogar, del que partía una ancha chimenea hasta cruzar el techo. Entramos justo en el momento en que un patriarcal reloj indicaba la hora con sus graves campanadas.

Aquella era una de esas casas en las que uno se debería sentir siempre bien, ya que las habitaciones eran amplias, hermosas y abundantes. Me parecía que en una casa así no había motivos para enfermarse de meningitis ni de ninguna otra cosa. Tal vez un resfrío, alguna que otra vez, o un empacho luego de alguna fiesta, podía ser. Pero más no. ¿Quién podía enfermarse en una casa en la que, debajo la escalera principal de la sala, había otra escalera que llevaba a un sótano? ¿Quién podía enfermarse en una casa que tenía un altillo abundante debajo de un techo lleno de vericuetos y ventanucos?

Sin embargo el semblante todavía pesaroso de la señora Dunnaway nos permitía ver que aún faltaba bastante para el milagro.

- Señora Dunnaway, le explicaba a mis sobrinos que Tabby por suerte no tiene meningitis. Ella sólo tiene una tristeza muy profunda, sólo Dios sabe por qué, y por eso es que estamos nosotros aquí. Tenemos todo preparado como para que ella se cure en el momento que nos vea.

Tabby explicaba así la situación a la señora Dunnaway, que le respondía sólo con miradas de comprensiva incredulidad. Sólo al sentir la mano de Tab en su hombro se veía algo mejor.

- Créame, señora, la mente puede obrar milagros  -insistía la tía Tab-  y yo tengo la seguridad de que dentro de un rato Tabby jugará con mis sobrinos como si nada le hubiera sucedido. Tenga confianza.

Tab aplicó a la señora Dunnaway un tranquilo tratamiento de palabras amorosas, caricias fraternales y sonrisas de aliento. Además, no me quedaron dudas de que el contacto de Tab infundía en su amiga una rara energía invisible que la animaba a pesar de su reticencia. En un momento Tab se sentó en uno de los sillones y con un gesto le indicó que la acompañara.

- ¿Sabe usted si en los últimos días Tabby sufrió algún percance o tuvo aunque fuere un mínimo disgusto?

La señora Dunnaway demostraba con gestos y miradas vacilantes saber algo que no se animaba a decir. Y Tabby, aunque dulce y afable, no cesaba en su intención de averiguarlo. Nosotros permanecíamos de pie, sin saber bien donde dirigirnos. Lo que sabíamos con certeza, era que debíamos permanecer callados. En un momento de la conversación, Tab fue demoledora.

- Querida señora Dunnaway, por lo bien que la conozco sé que ha ocurrido algo feo que afectó a Tabby. Y si no lo equilibramos pronto, le hará daño a ella y luego a Usted también.

Oprimida por la insistencia de Tab, la señora se movía nerviosa en su sillón y daba muestras de hallarse sumamente incómoda. Creyendo que nuestra presencia tal vez podría moletarla, nos alejamos disimuladamente hacia la ventana que daba al jardín posterior de la casa. Pero no dejamos de escuchar la conversación.

Cuando estábamos lejos, oímos escapar un sollozo de la señora Dunnaway. Y no supimos qué hacer. Sabíamos que la situación se tornaba tensa. Pero Tab sabía muy bien cómo manejar las cosas.

- Señora Dunnaway... ¿Acaso le contó a Tabby el secreto?

La presión de Tab fue excesiva para la buena señora, quien rompió en un llanto convulsivo. Y como amenazados por un peligro mortal, los doce escapamos casi sin hacer ruido hacia el patio, donde permaneceríamos hasta que nos llamen.

El patio posterior de la casa estaba poblado por varios macetones en los que vivían multitud de plantas de las más variadas formas y colores. Y entre los  altos y frondosos árboles cantaban toda clase de pájaros en una algarabía imposible. En eso estábamos cuando oímos sonar el claxón del automóvil del doctor Abilene.

Los doce nos miramos sabiendo que podía ocurrir algo insospechado si la tía y el doctor hablaban sobre la enfermedad de Tabby. Con toda seguridad no se pondrían de acuerdo y cada uno defendería su postura a cualquier precio. La tía estaba preparada para esa y otras eventualidades y, si las circunstancias así lo requerían, entre otras muchas cosas podía ser una reina de la diplomacia.

Tab nos llamó poco después. Cuando entramos, encontramos a los tres hablando de buen modo, aunque la señora Dunnaway todavía se hallaba melancólica. Nadie dijo una palabra cuando el doctor Abilene sugirió que debíamos dejar que Tabby descansara en silencio hasta que se restableciera. Sabíamos que la torta estaba en la cocina, todavía envuelta, y deseábamos con toda el alma que a Abilene no se le ocurriera lavarse las manos o pedir un vaso de agua. Y sabíamos que era muy probable que si seguíamos pensando en eso se daría, por lo que nuestras mentecitas infantiles se unieron sin que mediara un gesto, en pensar en otra cosa. Pero fue tarde.

- Señora Dunnaway  -pidió el doctor-  me agradaría pasar a su cocina a lavarme las manos y beber un vaso de agua fresca.

Una vez más la tía Tab, alerta como un vigía, salvó la situación.

- ¡Lo siento, doctor, pero los niños hicieron un desastre en la cocina y creo que será mejor que vaya usted al baño.

Abilene intentó una insistencia, pero se halló con la firme cortesía de Tab que lo llevó al baño tomándolo amigablemente del brazo con una gran sonrisa.

- Gracias... Muchas gracias... - apenas pudo decir el doctor y se entregó a la taréa de lavarse las manos en privado. Cuando salió, lo esperaba un gran vaso de granadina chispeante, adornado por un cubo de hielo.

La dueña de casa había cedido la dirección de la casa a la tía, y poco después el doctor se marchó escribiendo intrincadas recetas y sugiriendo mil cuidados para la prima enferma y advirtiendo una vez más sobre la posibilidad de la enfermedad tan temida, agregando que, en caso de reaparecer la fiebre, habría que internarla en el hospital del pueblo, con la posibilidad de derivarla al hospital central.

Nuevamente la nube sombría se abatió en la habitación. Pero Tab, dispuesta a dar batalla a la nube, a la meningitis y a cualquier amenaza que se cirniera, se puso de pie otra vez lista para la batalla.

- Tal como le dije, señora Dunnaway, Tabby no tiene esa enfermedad. Tal vez los síntomas sean los mismos, pero vea usted que la fiebre no es contínua. Yo le aseguro que lo que afectó a Tabby fue conocer el secreto. Tal vez todavía era muy niña para soportar la verdad y saberla la puso mal.

Supimos después que la señora Dunnaway había decidido días atrás decirle a Tabby la verdad de su nacimiento, pero no había considerado cuál podía ser su reacción. Aún en esos momentos no aceptaba la hipótesis de Tab, como tampoco la habría aceptado el médico de la familia o cualquier otro. Tab debió insistir una y otra vez para doblegar la semi certeza de la señora Dunnaway, quien al cabo de muchos cabildeos aceptó probar lo que Tab le propuso.

- Tabby es una más de mis sobrinas, como éstas, y la conozco perfectamente, tal como usted lo sabe. Estoy segura que la curaré en unos minutos, pero si así no fuera yo misma iré con usted al hospital. Créame, querida señora, no hay ningún riesgo en que probemos.

Hubo tal vez algún diálogo más, pero no viene al caso recordarlo porque carece de interés. Lo cierto es que, poco después, Tab nos convocaba a los chicos para la ceremonia de curación, ante la mirada esperanzada de la señora Dunnaway. Era preciso completar la tarea antes de que llegase su esposo, a quien, aunque era una buena persona y respetaba a la tía, habría sido preciso repetirle el proceso del convencimiento, lo que demandaría más tiempo y energía.

La tía Tab comenzó a subir la escalera hacia la habitación de Tabby, en el primer piso. La seguíamos los doce sobrinos, espectantes y silenciosos. Cerraba la marcha la dueña de casa, quien aceptó la delicada misión de cargar la torta, ya que conocía mejor la escalera y había menos riesgos de que al vacilarle un paso se le cayera la preciada ofrenda. Casi no se oyeron los pasos en la escalera, ni en el corredor, ni al entrar a la oscura habitación. Por alguna razón, la mamá de Tabby había cerrado las celosías y las cortinas, permitiendo así que en la semi oscuridad florecieran los malos presagios. La tía comenzó su taréa de limpieza y purificación, quitando las cortinas, abriendo las ventanas y colocando un generoso florero con magnolias en la mesa de luz. Encendió el velador que estaba junto a Tabby y todos nos acomodamos alrededor de la cama. Había en el aire un raro olor a medicinas y alcohol, lo que significaba que allí habían andado las inyecciones. Todos sentimos un escalofrío, pero sabíamos que pronto habría de desaparer, ante el avance de los nuevos aromas incorporados a la habitación.

Tab se sentó en la cama junto a la niña, inspiró profundamente y le colocó una mano en la frente.  Volvió su mirada hacia la señora con satisfacción para darle la primera buena noticia.

- Ya está bajando el sol y no hay fiebre...

La niña estaba acostada y profundamente dormida. Entre sus rizos oscuros se podía ver una carita redonda, ligeramente sonrosada, que respiraba un poco más rápido que lo normal, pero sin dificultad. Tab pasó sus manos por encima de ella unas cuantas veces con gestos que denotaban un ritmo secreto y de vez en cuando se las apoyó sobre la frente y la garganta. En alguna ocasión le apoyó un dedo índice en el pecho, como si le señalara el corazón. La mamá observaba atentamente, muy nerviosa al principio pero cada vez más calma. Pasaron unos cuantos minutos de anhelante espectativa, hasta que Tabby despertó.

Sus ojillos se abrieron con dificultad, haciendo un gran esfuerzo por vencer el cansancio. Miró hacia uno y otro lado y le regaló la primera sonrisa a su madre. Poco después tomó las manos de Tab y las mantuvo apretadas largo rato. No tardó en darse cuenta que estábamos también nosotros, sus doce casi primos compañeros de aventuras y nos obsequió otra sonrisa melancólica.

- Soñé contigo, tía...  - Dijo Tabby todavía con cansancio. - Te ví pasándome las manos por encima y arrojando mi fiebre hacia la noche... De tus manos salía una hermosa luz azul que me puso toda azul y así se fue mi enfermedad... Además, junto a ti había un Angel muy bonito que te ayudaba y también era de color azul.

Tab sonreía con gran satisfacción mientras oía el relato de la niña, sonteniéndole las manos con las suyas. Todos guardábamos silencio y queríamos oir más.

- El Angel azul me dijo antes de irse que debía despertarme, porque estaban mis primos esperándome para darme una sorpresa...

¿Sería ese un fenómeno parecido a los sueños o al sonambulismo?  Nunca lo supimos, pero Tab nos dijo que cuando fuéramos grandes podríamos aprender de esas cosas si nos interesaban.

- Si, Tabby, el Angel te dijo la verdad. Tus primos y yo vinimos a darte una linda sorpresa para que te cures pronto y para siempre. La verdad es que no estabas enferma, sólo muy cansada. Y creemos que el remedio que te trajimos cura todos los cansancios...

Diciendo esto, la tía Tab le señaló a la pequeña Tabby la mesa que estaba en el rincón junto a la ventana, sobre la que descansaba sus opulencias la paseada torta. Los ojitos de Tabby se abrieron en toda su amplitud al ver el envoltorio que al darle la luz brillaba como una estrella. De inmediato la niña se incorporó. Quiso oponerse su madre, pero un gesto de Tab se lo impidió. Apartó las cobijas, gateó sobre la cama verificando sus reflejos, y finalmente bajó de la cama y corrió hasta la mesa con una sonrisa chispeante. Se detuvo observando el gran paquete de luz y estiró una de sus manitas para tomar uno de los extremos del moño. Tiró de él suavemente, se liberó el nudo y, de pronto, toda la cinta cayó dejando en libertad al celofán, que abrió sus pétalos como una enorme flor, dejando a la vista la preciada torta.

En la casa de los abuelos la torta nos había resultado una exquisita obra de la más prodigiosa magia culinaria. Pero en ese instante, luego de tantas y tan raras y variadas emociones, lo era mucho más. A todos nos brillaron los ojos como en Navidad. Nuestros corazones se apretaron en una emoción tan viva que no podíamos contenerla. Todos deseábamos abrazarnos y besarnos y desearnos mil felicidades, con un regocijo nunca antes visto. Tab fue la primera. Ella tomó a Tabby entre sus brazos y la cubrió de besos y mimos y ternuras hasta el cansancio. Luego lo hizo con la señora Dunnaway, quien lloró largamente sobre su hombro con profundos sollozos agradecidos. Nosotros no pudimos permanecer ajenos a esa felicidad y pronto comenzamos a estrujarnos unos a otros, todavía sin saber bien lo que había ocurrido.

Luego de tres o cuatro toques de claxón, entraron precipitadamente a la casa el doctor Abilene y el Señor Dunnaway, quienes al llegar a la habitación de Tabby y ver el espectáculo inesperado que se estaba desarrollando, quedaron más que perplejos y no tuvieron más que sumarse a la felicidad reinante.

- Sin duda, esta fue otra de las cosas de la tía Tab...  -Dijo a su esposa el señor Dunnaway.

- Sin duda, esta fue otra de las cosas de la Señorita Tab...  -Dijo el doctor Abilene.

- Si, sin duda, esta fue otra de las cosas de la Señorita Tab...  - Asintió la señora Dunnaway, enjugando las últimas lágrimas del día en que más lloró en su vida.

Poco después, en la misma habitación y ya con la noche entrando a través de las ventanas iluminadas, Tab ayudaba a Tabby a cortar la torta, mientras el doctor y el dueño de casa bajaban a buscar limonada y granadina para todos.

Seguramente, los abuelos en su casa estarían pensando en la cena, resignados a esperar por su torta de aniversario hasta el siguiente fin de semana. Seguramente, los padres y tíos de la casa estarían cortando hortalizas y friéndolas para algunos platos de los que nosotros no participaríamos. Seguramente el Angel azul estaría observando este espectáculo maravilloso con muchas ganas de sumarse. Y con toda  seguridad lo hizo, en la forma que lo hacen los Angeles. Mientras tanto, el moño desatado y el celofán abierto, eran el resplandeciente nido en que la torta prodigiosa se entregaba generosa para que Tabby la cortara.

Miguel Keegan
Villa Ballester, Buenos Aires
22 de Octubre de 2004.

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