DE LOCOMOTORA A FURGON DE COLA
(Por Roberto Buhrer con la colaboración de Miguel Keegan)

Es la adaptación del escrito que dejó un Amigo que pasó por un largo "estado de coma" y nos dejó escritas sus experiencias.  Estimo que será muy esclarecedor y útil para todos los que lo lean.  Aclaro que puede divulgarse libremente.  Cordialmente y con los mejores deseos de Paz Profunda.  Miguel Keegan.
 
PROLOGO DE MIGUEL KEEGAN

Conocí a Roberto Buhrer cuando estaba en lo mejor de su vida mientras que yo era aún muy joven y anhelaba mi primer empleo.  El fue una de las importantes personalidades que nos seleccionaron de entre algunos postulantes, cuando se afianzaba la oficina para la atención al público de SUBYVA PRO TEL, la cooperativa constituída por las fuerzas vivas de la zona para construir la nueva central telefónica de Boulogne.

Roberto Buhrer presidía la cooperativa y de todos los presentes era quien se mostraba más afectuoso con nosotros, nerviosos por lo inexpertos, nos daba las más precisas instrucciones y nos ponía a prueba jovialmente para verificar nuestras condiciones. Lo hacía tan bien que ninguno nos sentíamos examinados. Particularmente siempre le agradeceré el haber estado entre los seleccionados.

Trabajé en esa cooperativa poco tiempo, pues los teléfonos se vendieron como pan caliente y los empleados para atención al público ya no fuimos necesarios. Me desvinculé de ella y mi carrera laboral me llevó a otras empresas y a otros desafíos.  Algunos años después volví a encontrarme con Roberto. Esta vez fue haciendo una diligencia ante la Fundación Boulogne del Rotary Club en nombre de un pariente mío muy querido, también Rotario y muy amigo de Roberto.  En esa ocasión me hallé ante un Roberto exteriormente distinto. Las secuelas de su afección eran notorias, pero no habían hecho mella en su estado de ánimo, en su fuerza de voluntad ni en su vocación de servicio.

Fue reconocido y admirado entre sus amigos como hombre de grandes valores éticos y quienes lo trataron coinciden en que fue un ciudadano, un profesional y un esposo y padre ejemplar.   Cuando me enteré que había llegado al Rotary Club uno de los ejemplares de este libro, me apresuré a ofrecerme para efectuar su adaptación (corrección no) como un homenaje y reconocimiento a su persona y su obra.

La taréa de acomodar líneas, expresiones y palabras de modo que queden aptas para su publicación, puede ser desagradable. Por eso digo: corrección no. Lo que Roberto escribió, bien escrito está.  Sólo que debió adaptarse a las exigencias de forma y estilo de quienes lo leerán fuera de su círculo de familiares y amigos. Lo que hace el adaptador es vestir con uniforme de prensa y difusión, algo que fué escrito en bata de entrecasa.
 
Me disculpo por haber concretado esta tarea. Doy mi firme palabra que he respetado rigurosamente el sentido de cada oración o me esforcé por haberlo captado con el mayor celo posible.

Ya que alguien debía cumplir la taréa, me alegro de haber sido yo quien estuvo cerca para ofrecerse. Habiéndolo conocido bien, e identificado plenamente con su deseo de servir a la comunidad, sé que mi trabajo no será considerado un abuso, pues a pesar de estar separados por una generación y una profesión, nos mueve el mismo espíritu.

Como hombre de letras, agradezco a todos la oportunidad de hacer este trabajo. Al Rotary Club de Boulogne, en la persona de su actual Presidente, mi amigo Guillermo Terzolo. Y a Silvia Buhrer, por haber soltado a la luz esta obra, que ya estaba cansándose de esperar.

Cordialmente y con los mejores deseos de Paz Profunda,

Miguel Keegan
Villa Ballester, Buenos Aires,
5 de octubre de 2008
 
PROLOGO DEL AUTOR

Cuando mis amigos, mis facultativos y mis familiares me insinuaron que escribiera sobre mis experiencias vividas durante mi estado de coma, lo tomé como una irreverencia hacia los literatos.

Podía yo, profesional en ciencias económicas, intentarlo? Podía yo, ejecutivo, gerente, conocedor de finanzas, acostumbrado a dictar cartas que decían: “… reiterando las seguridades de su mayor consideración, saluda a usted muy atentamente…” cosa que no dice nada pero queda bien en el mundo comercial, narrar algo, aunque se tratara de mi propia experiencia?  Me pareció sencillamente absurdo.

¿Y con qué finalidad? ¿Para intentar fortuna? ¿Y para qué? Dejo a mi familia poco, quizá lo indispensable, pero siempre mucho más de lo que yo recibí.   Pero algo me hizo dudar. Yo sobreviví al estado de coma. Mi mente no estaba afectada, razonaba como antes de mi accidente cardiovascular. Como cuando estaba en pleno desarrollo de mi potencial humano.  Dentro de mi estado de coma, de mis sueños psicodélicos, estando bajo el efecto de los medicamentos, tuve momentos lúcidos.

Ví, oí, reconocí… sin embargo mi inicial cuadriplejía me inmovilizaba total-mente. No tenía el don del habla, no podía comunicar ni el más mínimo deseo.

Sufrí lo indecible lejos de mi familia. Fui considerado con pocas horas de vida. ¿Por qué no decir ahora lo que forzosamente callé entonces?

No hubo en mi familia luchas intestinas acerca de si hablarme o no. Los médicos decían que yo no sentía ni oía nada. ¿Cuándo tuve momentos lúcidos? ¿No estuve yo invocando por mi esposa, por mis hijos? ¿No esperaba una palabra de aliento, ansiosamente en esos momentos?

Aunque llamado inválido tengo una mano capaz de utilizar la máquina de escribir y soy dueño de una rica aunque desdichada experiencia que podría ser útil a los demás. Tanto a quienes ponen sus conocimientos al servicio de la salud, como a paciente y familiares. Y, en otro sentido, también puede ser mi experiencia un alerta para mis familiares, amigos y colegas.
 
Dudé mucho. Posteriormente con mi lenta y aparente recuperación vi la vida desde otro punto de vista. Analicé mi vida, de cadete a ejecutivo. Supe que fue una vida en pos de cosas que no tienen valor. Lucha estéril, en aras de bienes materiales, de una seguridad a la que nunca se llega. Empeño en el que se encuentran hoy todos mis ex colegas, inmersos en esto que dio en llamarse  “sociedad de consumo”.

Ahora pienso: ¿Para qué? ¿Por qué no supe frenar a tiempo mi loca carrera? ¿Por qué no supe apreciar  las cosas lindas de la vida? ¿Por qué no supe valorar las las bondades de un vaso de agua cuando tenía sed? ¿Por qué? ¿No estaría yo, con mi silencio, dejando a los muchos que siguen esa clase de vida, sin alertarlos?

Ser aún posiblemente útil, me decidió. Tomé mi máquina de escribir y, con una sóla mano, comencé a teclear. Relataré mis experiencias.

Utilizaría un seudónimo. Inventaría los nombres de los actores, para que los mismos si tuvieren algún parecido con otras personas sea simple coincidencia, como dicen en las novelas. Pero expondría mis experiencias. Podría ser discutido. Podría ser tildado de mentiroso. Podría ser considerado como fantasioso. Pero lo cierto es que cuento esto que me pasó sólo con la esperanza de ser útil.  Con el relato de mi enfermedad quiero sembrar la duda sobre los verdaderos alcances del estado de coma y la terapia intensiva. Quiero que los familiares y los médicos den a sus palabras y aseveraciones la exacta dimensión de lo que saben. ¿Qué es el estado de coma? ¿Saben ellos exactamente hasta donde llega la mente humana? Recuerden que la medicina no es una ciencia exacta. A los familiares les digo: la terapia intensiva es muy cómoda, pero ¿reemplaza la técnica el calor humano? Duden, duden todos… e investiguen. No hay torpeza mayor que la convicción de saber y no ocuparse más de investigar, o por lo menos dejar un lugar para la duda.

Pero esto es sólo una parte de mi relato, porque mi vida también se relata. Estoy seguro que más de un lector se verá retratado, se verá en un espejo si compara mi vida con la suya.

Utilicen mi experiencia y den un golpe de timón a sus vidas. Tengan en cuenta esto. Ayer gerente, hoy inválido. Sepan apreciar hoy, cuando aún están a tiempo, las cosas lindas de la vida. Digan una y otra vez ¿Para qué? ¿Para qué tanto esfuerzo sin vivir el presente en su justa dimensión?

Si logro que mi experiencia haga recapacitar a tiempo a quienes la conozcan. Si puedo cambiar algo para bien en la vida de alguien a favor de su salud y por ende de su felicidad. O en la atención y mayor comprensión  durante los tratamientos intensivos, habré cumplido mi  profundo anhelo servir y  aún inválido, seré así feliz en mi desdicha.

Ya decidido a escribirlo quise ponerle un título a este relato. Así fue que tuvo varios, pues los cambiaba a medida que acumulaba experiencia.

Comencé con “El Cuatro”, cuando mi relato era solo de mi enfermedad, por aquello del número 48, que representa al muerto que habla. Posteriormente, cuando decidí agregar mi vida, fue “De locomotora a furgón de cola” pues mi vida era eso. De hombre de punta, de acción, que arrastraba a todos los demás, me convertí en un furgón de cola, arrastrado, sufriendo los coletazos del tren, último vagón que va adonde lo llevan.

Pero al profundizar más mi vida, me veo no ya como furgón de cola, que a pesar de todo sigue en la trocha, sino como una simple muñeca de trapo, olvidada en el fondo del desván.  Como la niña que fue su dueña ya creció, la cuida y la conserva, pero trasto al fin, ya que perdió su lugar preponderante, en el fondo no deja de serle un estorbo que queda arrinconado en el desván.  La familia, como la niña dueña de la muñeca, cuida y entretiene a un enfermo crónico, pero en el fondo necesita dejarlo que pase al desván de los recuerdos.
 
En mi relato quizás se considere que hablo en forma airada de los médicos y enfermeras.  Craso error.  Pondero su actitud.  Pondero lo que hacen.  Pero digo: Duden, duden de su sapiencia e investiguen. Siempre hay más para descubrir. El ser humano es todavía un misterio para la ciencia. Y la duda, como principio, es lo que permite avanzar hacia un mayor conocimiento.

Roberto Bunk
 
CAPITULO 1

El 28 de enero de 1973, amaneció y se desarrolló como un día primaveral. No hacía un calor agobiante como era de esperar para la época. Descansaba por la tarde en el living, mirando por el amplio ventanal, con una sonrisa de envidia a la gente que se paseaba por la vereda.

Estaba convaleciente de mi segundo infarto y los médicos me habían recomen-dado que  caminara sólo unas seis cuadras por día. Reposo, reposo… ¡como si fuera tan fácil detener a una persona activa!

Las leyes de la inercia se aplican no sólo a los automóviles y locomotoras sino también a los seres humanos, pensaba mientras frenaba como podía a los impulsos de hacer cosas. Lejos quedaban los sinsabores y angustias pasadas en ese segundo aviso que yo tan mal tenía en cuenta. El infarto en Punta del Este, la internación allí, la amistad demostrada en el suceso por parte de mis amigos uruguayos, el posterior traslado en avioneta, mi internación para observación.

Todo ello en lugar de frenarme en mi forma de ser, me instaba ahora -ya algo repuesto- a seguir con mis cosas. La fábrica en la que era uno de sus gerentes, pero que yo consideraba como mía… Mi Club, club denominado de servicios, pues teóricamente había sido fundado con esa premisa y yo, como presidente, me responsabilizaba de que esa fuera su función primordial cuando los más de los socios lo consideran un club social que sólo servía como pasatiempo, cuando no como un medio de relacionarse.

Me consideraba un desdichado, ya que no me dejaban hacer lo que quería, cuando mentalmente me sentía en perfectas condiciones. ¡Qué equivocado estaba! Si hubiera sabido que en esos momentos era un ser dichoso, con sus brazos, con sus piernas, con sus manos… ¡Cuán lejos estaba yo de suponer que estaba en el Paraíso, en relación a lo que me esperaba!

Así es, vivimos quejándonos sin pensar que muchos seres están peor que nosotros y sin saber que unos minutos más tarde, podemos perder por un golpe fatal del destino, lo mucho que en esos momentos tenemos.

El corazón es traicionero, y muchas veces ignoramos qué proximos estamos de un infarto. Los médicos me están enterrando en vida, pensaba yo, sin saber que en esos momentos, con mi actitud y pensamiento, el que estaba cavando su propia fosa era yo.

- El té está servido –dijo mi esposa. Fui al comedor diario, me senté y comencé a tomar el té junto con ella y mis hijos, cuando de pronto… me sentí vacilar.

- Oh Dios… ¡qué mareo!  -alcanzó a decir a Mirta, mi esposa. Reuniendo fuerzas, tranquilizándome, sin excitarme y tratando de no atemorizar a los míos, me levanto de la mesa y camino lentamente al dormitorio.

- Es un leve mareo, como el de los otros días –dije a Mirta.  Ella, ya acostumbrada a estos sinsabores, me acompañó presurosa y observó cuando me recosté.

Rápidamente pidió ayuda a nuestro vecino José, con el que tanta amistad nos une, fruto de luchas comunes a hombres que se afanan por el común ideal de la familia. Rápidamente José fue en busca de un médico. Encontró un cardiólogo vecino, quien a pesar de ser domingo de verano estaba en su casa.

Rápidamente acudió, me auscultó. El diagnóstico fue dado a Mirta fuera del dormitorio. Yo, ignorante en la cama, esperaba el resultado del examen, dudando sólo de mi corazón, ya que con el pretexto de la falta de luz el médico había salido al pasillo con la tira de papel propia del ECG que me habia tomado.

- ¡Oh, Dios, no! –alcanzo a oír la voz de Mirta con un apagado sollozo. Mirta,  mis hijos Roberto y Silvina, mi amigo José y el médico, entran nuevamente al dormitorio.

- ¡Tranquilícese!- Me dijo el doctor. - Todo está bien, pero tendremos que llevarlo porque  aquí no lo podemos atender debidamente.- Cerré los ojos mientras decía una plegaria.

Oí que el médico partía y mencionaba sus honorarios, los que me parecieron altos, pero tuve en cuenta que era domingo y me había tomado un ECG.

Mirta no tenía el cambio necesario. Quise alcanzarle mi billetera, la que tenía en mi pantalón, pero no pude. Sólo atiné a indicar el lugar… La cuadriplejía se estaba manifestando. Para mí era un mal desconocido.

Nos quedamos en familia esperando la ambulancia. Extendí la muñeca a mi hijo, indicándole el reloj y le dije: - Es para ti.

Era un reloj pulsera de marca, que tenía después de haberlo ambicionado durante mucho tiempo.

- Estás loco, es tuyo y yo no lo quiero. Tiene sólo tres años de uso– me responde. Insisto, suponiendo lo que me esperaba, cuando siento el ulular de la ambulancia.

Dos hombres de blanco, a los que no conocía, me colocaron presurosos en una camilla. Consciente por momentos, sentía los vaivenes de la ambulancia esquivando a los autos que ese domingo transitaban, paseando familias, aprovechando el día de sol y fiesta.

Los toques de la insistente sirena atormentaban mis oídos, mientras mi pecho parecía estallar. Mirta y José, a mi lado, me acompañaban en la ambulancia.

Pronto llegamos a la clínica.  Nuevamente sentí que era trasladado en camilla. Me introdujeron en una habitacion donde me atendieron unos jovenes medicos, que me aplicaron una inyección. Se cerró la puerta y Mirta y Jose quedaron afuera.

Como entre sueños sentí que me sacaban el reloj, la alianza, y luego trataban de quitarme la protesis dental.  Ahora si, Roberto tendrá que tomar el reloj -pensé maliciosamente- .

No recuerdo más. Estaba en coma. La trombosis cerebral que me habia sobreve-nido, produjo  una cuadriplejia. Quedé inmóvil, con el cuerpo rígido y sin habla.

Estuve veintidos días en terapia intensiva. Recuerdo muchos sueños, pero tuve momentos concientes. Recuerdo rostros y expresiones. Palabras, muchas reales. Recuerdo los rostros de algunas visitas, que traían su voz de amistad y consuelo.

Dormí profundamente mucho tiempo. Mucho tiempo también estuve en coma. Tuve momentos de lucidez en los que se mezclaban el efecto de los calmantes y las drogas con la realidad.

Muchos sueños, o lo que yo tomé como sueños en un principio, fueron realida-des. Luego, hablando de ellos con quienes me rodeaban, me confirmaban que lo que creía haber soñado había ocurrido.

Fue en los primeros momentos que entre familiares y amigos se estableció una fuerte discusion sobre si debian hablarme o no a pesar de mi inmovilidad y silencio.

- Está en coma, reposa y nada escucha. Piensen en su corazón, tiene dos infartos  - decían los medicos.

- Y si me reconoce, quien me asegura que no oye – decían los mas osados.

En parte triunfó, por desgracia, la primera tendencia. Digo en parte, pues mientras unos me visitaban en silencio, otros me hablaban sin tener respuestas, solo esperanzas.

Lamentablemente Mirta fue de la primera tendencia.  Entró a mi cuarto. Estuvo al lado de mi cama todos los días, mañana y tarde, siempre que la dejaban. Pero muchas veces no sabía que estaba a mi lado mientras la añoraba en sueños. Otras vece vi sus facciones y oí su voz, pero nada podía decirle.

Esa primer noche soñé.

Me encontraba en un lugar desconocido junto a varios pacientes que como yo estábamos aguardando el turno para ser sometidos a una operación, que no podía precisar de qué. Estaban estrenando el instrumental que usarian los profesionales.

El primero pasó. No hubo éxito. Llamaron a su novel viuda y le entregaron el cuerpo.  Los otros seguíamos esperando y yo, no sé por que, quedaba para el último.

Me sentía ya resignado a todo. No podía resistirme; solo podía esperar y a que me llevaran e hicieran conmigo lo que suponían correcto.  Estaba resignado a mi suerte, a mi destino.

En la espera, mirando sólo el cielo raso, recé y recé unicamente lo que sabía: el Padrenuestro.

¿Por qué será que la Fé nos acompaña más en los malos momentos? ¿Porqué cuando nos sentimos bien nuestra fé flaquea? Siempre fui creyente, pero nunca demasiado.

No sé por qué fenómeno de  mi subconsciente mi sueño de ese día terminó sin que me operaran. En el sueño no me operaron, pero al día siguiente me hicieron una traqueotomía… Yo no sabía qué era y menos que me la harían a mí.  Por la mañana desperté en un ambiente extraño. Había otros enfermos a mi lado. ¿Dónde estaba?

No lo sabía. Solo notaba que mi pecho estaba nuevamente hinchado, próximo a estallar y nuevamente tuve la sensación de tener unas manos pequeñas sobre mí, igual que lo que sentí en la ambulancia.  De pronto me sentí transportado en una camilla baja con ruedas y me llevaron a otra habitación. Luego no sé más.  De pronto desperté respirando bien. ¡Qué alivio! Mi pecho volvió a ser normal, ya no parecía hinchado.

Sentí que unas manos femeninas, como las de una jovencita, hurgaban en mi cuello. Parecía una sutura, no lo podía precisar. Pasaron unos minutos, y entre los médicos noté la presencia de mi amigo, el Dr. Polki.  ¡Menos mal que vino! ¡Qué sencillo pareció todo! ¡Ya me siento mejor!

La verdad era otra. Los médicos, sin consultar y como única alternativa, habían decidido la traqueotomía. El Dr. Polki asistió a ella en sus últimas instancias, y lógicamente la aprobó por ser imprescindible.

Como sabemos, la traqueotomía consiste en hacer en el cuello un orificio para permitir la entrada de aire que la respiración no logra.

De aquí en más comienza una serie de raras vivencias. Tal vez sueños, quizás imaginaciones, ya que nunca me moví de la cama, en escenarios diversos y con varios personajes. Algunos reales, que efectivamente me visitaron y yo en mis divagaciones coloqué en otros mundos. Sin embargo sé que escuché muchas voces y aún retengo parte de lo que dijeron. ¡Qué mezcla de personajes en acción, en distintos lugares y situaciones!

La presencia en consulta del Dr. Maratea, eminente neurocirujano, fué ignorada por mí. Recuerdo sí en cambio la presencia de otros tres médicos que regular-mente me visitaban y que, con un instrumento delgado y metálico semejante a una lapicera, trataban de hacerme cosquillas en los pies y recorrían mis piernas en busca de reflejos. Posteriormente mis familiares me refirieron los pormenores de sus visitas.

La visita del Dr. Maratea no dependió del pedido de los facultativos que me atendían, pues ellos fueron reacios a solicitarla seguros de su propio diagnóstico. Sostenían que no era necesaria. Pero un Director de la fábrica, quien a su vez era amigo del Dr. Maratea, logró después de muchas discusiones, que unos y otros cedieran posiciones y yo fuera auscultado para tranquilidad de mi familia, que había insistido para que ello fuera posible.

Tal vez hubieron celos entre médicos, celos profesionales quizá influidos por la parte económica que siempre ronda en estos casos. Lo cierto es que la consulta y la visita se hicieron.

La vida dentro de una sala de Terapia Intensiva, lejos de los familiares y cerca sólo de médicos y enfermeras, adquiere contornos ignorados y aún equivocada-mente supuestos por los que están afuera.

Cuando mi madre estuvo en esa situación, yo supuse que permanentemente estaría custodiada por un médico o enfermera, y en esa confianza la dejaba en el sanatorio.

La verdad es que sí, estuvo atendida por una enfermera que queda de guardia para atender a varios enfermos. Y el médico los visita con frecuencia, pero no es como la esposa de uno, que está permanentemente haciéndonos compañía y vigilando para atender nuestro mínimo deseo. Hay que reconocer que hay mayor atención técnica, pero ello va en detrimento del calor humano de los familiares.

Inmóvil, con la vista clavada en el cielorraso, comenzó para mí una nueva vida y aprendí a convivir con ese grupo humano.  Con la mente que en algunas ocasiones razonaba, la vista perdida y el oído afinado, sólo tuve a esos sentidos como compañeros.

Recé mucho, creo que constantemente. Estaba resignado a mi suerte, sabía que mis horas estaban contadas. Sólo era un cuerpo que respiraba en manos de la ciencia de quienes no dudaban en hacer lo que fuera necesario con tal de aportar una esperanza en mi caso.  Recé, como ya dije. Siempre el Padrenuestro, al que sabía en alemán. Y aunque ya estoy totalmente alejado de ese idioma, rezaba en alemán como un resabio de la enseñanza materna durante mi infancia.

Los médicos me visitaban constantemente y las enfermeras me atendían e higienizaban. En una ocasión vi un guardapolvo blanco y un rostro femenino y oí  una ingrata expresión.

- Este no pasa de mañana…

No pude reaccionar. Sabía que era así y estaba dispuesto a afrontarlo, pero lamenté no haber dejado instrucciones a mi familia. Hoy resulta tonto pensar en ello. En aquellos momentos esperé en calma eso que tal vez sería lo peor, pero también quizá lo mejor.

Esa noche no sucedió nada, salvo que dormí profundamente. Por la mañana un grupo de enfermeras me higienizó, y me pareció que esa fue una limpieza a fondo, quizá más que otros días.

- Me están preparando para estar presentable ante la familia –pensé malicio samente, sin embargo todo siguió igual.

Seguí en mi lecho, mirando el techo y oyendo charlar a las enfermeras y los médicos de guardia. Eran charlas triviales, conversaciones de personas que mataban el tiempo y trataban de hacerlo llevadero.

Eran sobre turnos de trabajo, sueldos, materias de la facultad, lugares de veraneo, charlas telefónicas, conversaciones con colegas del mismo sanatorio, familiares, novios… yo escuchaba en silencio y aguardaba alguna visita que de vez en cuando me atendiera para moverme el pie, darme aire, o aspirarme con un pequeño artefacto la flema que me ahogaba.

Suena un teléfono. Yo, en coma, para los médicos sigo inconsciente. Pero la realidad es otra. Curioso, escucho.   - ¿El Doctor García, un paro cardíaco, justo cuando venía para acá…? Pero si ayer estaba bien… ¡Qué fatalidad!  - Oí que hablaban por teléfono.

Un sentimiento de pena y culpabilidad me abrazó en esos momentos. Yo, que estaba agonizando, seguía con vida y aquel profesional, pletórico de vida, falleció. ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué?

Sentí que los médicos y enfermeras que me visitaban pensaban lo mismo. Yo debía morir, no él. Pero yo no era culpable. Esa noche fue permanente el comentario del caso de la muerte del médico y de los turnos que harían unos y otros para asistir al velatorio.  Yo seguía escuchando. Y el sentimiento quizá recíproco de culpa se agravó, pues a la noche siguiente, la hija, joven doctora, tomó los turnos del padre y vino al sanatorio, precisamente a la sala de Terapia Intensiva.

Estuvo en mi habitación pero no para atenderme. Oí sus comentarios. Luego fue rutina. Fueron visitas nocturnas, nunca la identifiqué con seguridad, pero era ella, lo presentía así.  Muchas veces, pensé luego, si aquellos fueron sueños o realidades. Pero poste-riormente al conversar con Mirta de lo sucedido se confirmaron como reales muchas de esas situaciones y sus personajes.

El fallecimiento del doctor García a causa de un paro cardíaco sucedió mientras yo estuve internado. La visita del Doctor Maratea fue real aunque yo no lo vi. Pero escuché los comentarios posteriores del personal de turno sobre la misma, afirmando que si me había visto y haciendo comentarios sobre los honorarios que debió cobrar, según ellos muy superiores a sus sueldos. La verdad es que sus honorarios fueron módicos y abonados por la firma en que yo trabajaba.

Dentro de mi estado estaba todo canalizado. Sondas en mis venas por las que pasaba el suero con la medicación diaria. Toda excreción con su respectiva sonda, mis necesidades se evacuaban por esas vías haciendo práctica la estada al paciente y cómoda la situación de los enfermeros ante esas normales inmun-dicias. No tenía la menor idea de ello pero suponía que todo seguía su curso normalmente.

Sin embargo, una noche tuve necesidad de defecar. No podía gritar ni pedir auxilio, porque no podía hablar ni hacer señas. Las enfermeras que periódicamente me atendían, ni preguntaban, porque sabían que con la traqueotomía no podía hablar. Ni se les ocurría que yo tendría necesidades. Sin embargo yo tenía mis convulsiones internas características y mi esfínter estaba descontrolado por mi cerebro. Traté de contenerme pero no pude. Tuve una sensación placentera, al notarme suavemente envuelto por una masa informe y cálida. Sentí placer en ello y pensé en la sorpresa que tendrían a la mañana siguiente mis enfermeras. Y con esos pensamientos me quedé dormido.

- ¡Ay, Jesús, qué es esto! Dijo la enfermera al destaparme por la mañana para higienizarme. Rápidamente llamó a sus compañeras mostrando la necesidad satisfecha por mi cuerpo, sin afectarle el hecho de que yo en ese momento inmóvil tendría un cerebro y una mente pendientes de sus reacciones.

- ¿Yo no lo toco!  Exclamó una enfermera.

- ¡Yo tampoco!  Dijo la compañera.

Sin embargo el buen tino privó en esas circuntancias y pronto sentí cómo me limpiaban con agua tibia y cambiaban la ropa de mi cama. Seguramente me atendió alguna enfermera de más edad que las primeras, más ducha, más hecha a las contingencias de la vida.  Yo permanecí inmóvil, sonriendo interiormente. Nada me importaba en esos momentos, sólo sabía que por algún milagro estaba con vida.
 
CAPITULO 2

En realidad, mi vida de hombre comenzó a los quince años, quizá con mi fiesta de cumpleaños. Dos días después fallecía mi padre, abriendo así de golpe una ventana en mis juegos infantiles y dejando entrar una fuerte ráfaga que podría ser la vida, con sus luchas y sinsabores.

Cuatro días antes de mi cumpleaños mi padre cayó enfermo.

- ¿Quién está enfermo, tu padre?  Menos mal...

Nos extrañó sobremanera a mi madre y a mí, únicos integrantes de la familia, esta afirmación. En realidad, el único que sabía la gravedad del estado de mi padre era su médico. La afección era en su corazón.

En la actualidad quizá sobreviviría, pero en aquellas épocas, en 1939, no había más que unas píldoras, oxígeno y una sangría en caso de emergencia. Fue doloroso, pero rápido según lo veo ahora.

Fueron seis días de temor a lo desconocido. Recuerdo que uno de los últimos placeres que recibió fue mi libreta de calificaciones con buenas notas.

Sólo seis días y la vida de una familia se dio vuelta.  Mi padre falleció dejándonos a mi madre y a mí solamente con vida, nada más...

Hacía unos pocos meses que había entrado como gerente en una fábrica de alhajas, que supo ver en él a una persona conocedora del ramo, dada su condi-ción de ex importador y su capacidad para administrar una empresa, ya que había manejado la propia a la que sólo pudo abatir la crisis de 1930.

Cuando empezamos nuevamente a disfrutar los placeres de una respetable casa alquilada, a tener nuevamente una señora que nos ayude en los quehaceres, en fin, cuando empezamos nuevamente a tener lo que antes siempre habíamos tenido, sucedió su deceso.

No teníamos recursos ni techo propio.  Hubo que  entregar la casa, pues no había con qué afrontar el pago del alquiler. De los muchos amigos de mi padre, casi ninguno quedó a nuestro lado.  Los que se quedaron y nos acompañaron en esos días difíciles, fueron los que nada tenían. Los otros no aparecieron más y se negaron a nuestros llamados.  Recién conocíamos el egoísmo humano.

Fue aquella una época de la que nos quedaron muchos recuerdos y enseñanzas.  Y allí nació mi firme propósito para el futuro de asegurarle un techo a mi familia, algo seguro donde ampararse.

Sobre el cuerpo inerte de mi padre juré proteger a mi madre. Con mis quince años quise hacer frente a la vida.  Fuimos con mi madre a vivir a una pieza que tenía disponible el pariente de un amigo, un Amigo con mayúscula. Fue el almacenero, gente pobre pero sincera.

Era a fines de agosto y solo faltaban tres meses para terminar mi segundo año de estudios comerciales, así que mientras mi madre se orientaba en su nueva situación, yo terminé mi año en el turno mañana. Posteriormente ingresaría al tercer año en el turno nocturno, para poder trabajar y ayudar a mi madre.

Para redondear este cuadro de triste perspectiva, a los pocos días de fallecer mi padre, Alemania invade Polonia, desencadenándose la segunda guerra mundial, a la que por más que queríamos ser ajenos, estábamos afectados.

Menos mal que mi padre, que era de origen aleman y sufrió la primer gran guerra en 1914, no viera en la Argentina el comienzo de una nueva. El, que tanto la combatió y tanto la temía.

Luego de varios fracasos mi madre consiguió trabajo y un techo estable. Era un trabajo de ama de casa, mezcla de sirvienta, cocinera y dueña, para los gerentes de una importante empresa, que vivían sólos y a quienes les habían cedido un hogar en los altos de la fábrica que ellos administraban. Era un trabajo respetable y cómodo. Para demostrarle ese respeto y reconocerle cierta indepen-dencia en sus movimientos, la llamaron Madame.

Yo, por mi parte, empecé el 2 de enero a trabajar como cadete en el mismo establecimiento donde mi padre fuera el Gerente Contador.

Como dato curioso, la persona que reemplazó a mi padre en su trabajo y que en consecuencia fue mi primer jefe, había sido contador por horas en el negocio de mi padre y me había visto juguetear en mi corralito de niño.

Aquí empezó una relación de madre e hijo, amigos en su nueva vida. Juntos nos consolábamos de  nuestra penas y nos reíamos de nuestras alegrías. Si bien no se puede hacer comparaciones económicas de sueldos y gastos con los valores actuales, bastará con que mencione mi primer sueldo: $ 40.00 al mes. Abrimos mi madre y yo una cuenta bancaria en la que la sociedad madre e hijo depositaba $ 5.00 mensuales, cifras que hoy al mencionarlas resultan irrisorias.

Ese fue el comienzo de mi vida, matizado por el ejemplo materno de entereza y las enseñanzas educativas y sociales que recibía de mis compañeros de escuela nocturna.

Indudablemente esos años fueron duros y calaron hondo en mí poniendo la semilla de la responsabilidad ante la vida, bien profundo para que germinara.

Todo lo que pasamos con mi madre fue una cruda enseñanza que fijó en mi vida la meta de conseguir un techo seguro y una reserva de dinero para evitar que mi mujer y mis hijos pasen por esas contingencias.  Cuando hoy analizo mi vida y veo los esfuerzos efectuados, comprendo que los esfuerzos de esos años gravitaron pesadamente en mí y creo ahora que aquellos fueron esfuerzos desmedidos y que hubiera bastado con algo menos.

La vida del colegio nocturno me valió para rodearme de otros seres. Compañeros de los que algunos hoy son íntimos amigos. De mayor edad, casados algunos, con hijos otros, tenían conmigo un común denominador: las ansias de progreso.  Fue así que al cursar quinto año y como mi interés y conocimiento de contabilidad  eran suficientes, comencé a llevar contabilidades por horas que llegaron a ser tres en un momento. Las atendía fuera de los horarios de mi trabajo normal y me brindaron un ingreso adicional que me permitió hacer abandonar el trabajo a mi madre y vivir en una casa o departamento independiente.
 
CAPITULO 3
 

No se por qué razón. Si fué por alguna corriente de aire o si tomé frío, lo cierto es que tuve una congestión pulmonar. Era necesario que tosiera y arrojara la flema que la enfermedad producía, antes de que me ahogara. Por ello era función de mis enfermeras introducirme en la herida de la traqueotomía una sonda en cuyo extremo tenía una bomba aspirante para dejar las vías respiratorias libres.

La mayoría de las veces esa operación, llamada por las enfermeras aspiración,  según quién la realizara me causaba dolor. Frecuentemente esa operación se hacía fuera de tiempo, cuando no era necesaria.

Algunas veces, cuando me la practicaban me daba la sensación de que tenía más de un orificio. Craso error, en realidad sólo había uno y la posición en que se colocaba la sonda era lo que difería.

Muchas anécdotas me quedan de aquellas situaciones. Una enfermera nueva, un poco torpe e indecisa, efectuaba la operación con muchas dudas y con tal falta de práctica que me causaba un intenso dolor. Yo la veía venir y creía que temblaba.  Pero ella no lo notaba e insistía.

- ¡Basta ya, está bien! - decía yo mentalmente.

Por toda respuesta ella continuaba la tarea y accionaba nuevamente el motorcito. Tantas veces lo hizo que terminé por resignarme y no decir ni  intentar gesto alguno. La paciencia fue mi única herramienta posible.

La flema fue un grave problema.  Era necesario hacerme toser y mis músculos no respondían. Tanto fue asi que diariamente  me asistía un kinesiólogo cuya misión en un principio se limitó a tratar de provocarme la tos. Era un hombre simpático, agradable, que me hablaba sin cesar y dentro de mi pensamiento se entablaba una suerte de diálogo. Sí recuerdo sus recomendaciones a la enfermera.

- Debe arrojar esa flema  - le decía.
- No puede  - respondía ella.
- Es necesario  - insistía él.
- Cuidado con el corazón.
- Nada puede perder.

Y a continuación me daba una suerte de puñetazo en la espalda, que provocaba como reflejo una leve tos.

- ¿Ve cómo sale?  - decía alborozado el kinesiólogo.

No obstante los puñetazos diarios, sentí simpatía por él y lo contaba ya entre mis amigos. Notaba su insistencia y su fe en mis posibilidades de vida. Era un profesional que luchaba por sus enfermos y yo esperaba su visita diaria.  Los diálogos de la enfermera de turno con él fueron una compañía. Me agradaba su alegría cuando notaba algún movimiento en mi pierna izquierda, que fue la primera en reaccionar. Su seguridad me daba ánimos.

Ocasionalmente se dirigía a mí entablando una suerte de diálogo, como el de una niña con su muñeca. Pero yo contestaba mentalmente y creía ser escuchado. Mis respuestas sonaban en mi cerebro como reales, algo así como cuando cantamos una canción mentalmente, pero los demás nada oyen.

Un diálogo de esos se entabló una de las primeras noches, cuando postrado en mi lecho, rogando a Dios me acoja en su seno, estaba agonizante cuando oí una conversación.  Serían las 22 horas y ya habían ingresado las enfermeras de la noche.

- ¿Puedo pasar?  - Dijo una voz.
- ¡Adelante, Padre!  - Contesta mi médico.

De pronto mi vista, que estaba clavada en el cielorraso de la habitación, se llena de una cara conocida. Era la del Padre Director de una escuela de la zona, con el que me unía una cálida relación de afecto, no obstante ser de diferentes credos. El es católico y yo soy evangélico luterano, pero ambos somos cristianos y nos une una relación entre ambas instituciones de servicio para el bien de la comunidad. Es todo un personaje, no obstante su modestia y simplicidad lo hacen parecer un sacerdote común. Me honra su presencia y me llena de alegría.

- Soy el Padre González  ¿me reconoce?
- Si, Padre ¿cómo no lo voy a conocer?  - respondí mentalmente.
- Soy el Padre González ¿me reconoce?
- ¡Cómo no, Padre!  - contesté nuevamente.
- Sólo vengo a rezarle una oración -  dijo mientras sacaba un libro de tapas negras.
- La extremaunción – me dije mentalmente.

Me invadió una ola de frío, al pensar que estaba tan cerca de la muerte, pero al mismo tiempo sentí un enorme consuelo y una creciente resignación.

El Padre Gonzalez  hizo una corta oración que luego supe no era la extremaunción.  Oí nuevamente un grupo de voces. El Padre Gonzalez hablaba con mis médicos.

- Está mal- dijo uno de los médicos
- ¿Me reconoció? - preguntó el cura.
- Ya le dije que no valía la pena intentarlo - dijo muy convencido el joven profesional y agregó - en estas cosas tenemos mucha experiencia.
- Nosotros afirmamos que Ustedes desconocen algunos aspectos - contestó el Padre.
- Feliz Usted con su fé - contestó el profesional.
Así terminó aquella noche esa visita inesperada que me infundió calor.

Posteriormente, en otra clínica a donde fuí trasladado para mi recuperación, ya cerrada la herida de la traqueotomía y en condiciones de “gruñir” algunas palabras, recibí nuevamente, una tarde,  la visita del Padre Gonzalez.

Me contó de su experiencia en los hospitales donde , entre otras cosas,  sirvió como enfermero aplicando inyecciones y desarrollando otras tareas.

Con respecto a la visita de aquella noche me refirió que haciendo uso de sus investiduras  -vino con su sotana-  pudo pasar a la sala de terapia y que basado sólo en su fé había sostenido esa suerte de monólogo que sin embargo yo sentí que fue un diálogo.

Más adelante relataré una experiencias con sacerdotes de los que tengo sólo gratos recuerdos no obstante ser de profesión católica, supuestamente antagónica a la mía, evangélica protestante.

Craso error del que mucha gente hace culto no sabiendo que por sobre todo unos y otros son cristianos y tienen a Cristo como un común denominador, quien enseñó aquello de “Amáos los unos a los otros”.
 
CAPITULO 4

Como consecuencia de mi estado o quizá por efecto de las drogas con que me medicaban constantemente, no lo sé, tuve muchos sueños extraños. Sueños absurdos, irreales, ilógicos. Con situaciones todas ellas traumatizantes, que me dejaban angustiado y confuso, pués yo los suponía reales.

Referiré uno de ellos que recuerdo claramente.

El escenario era algo así como un hospital de campaña.  Estabamos todos reposando y para dormir debíamos pasar  a otra tienda o pieza de campaña.  Yo quería en ese momento la compañía de Mirta, mi esposa. Era de noche, pero aguardaba que ella llegara.

Se hacía muy tarde y era función de unos enfermeros trasladarme de cuarto. Sin embargo yo aguardaba  y no quería que me llevaran, tan seguro estaba que Mirta vendría.

Ya iban los enfermeros a llevarme cuando mis compañeros, otros enfermos, dijeron:

- Parece que quiere llamar a alguien, esperen un momento.

- Si llama a alguien que lo haga ahora-  oí que decían.

Reuní  fuerzas pero no pude gritar, como era mi deseo.

Los enfermeros aguardaban.

 Fracasé una y otra vez, no podía pronunciar el nombre.

- ¡Cómo es posible que no pueda decir un nombre! - Oí que los enfermeros me acusaban.

Nuavamente sentí que mis compañeron intercedían  por mí.

-  Aguarden, algo dice-  oí que decían.

Nuevamente traté de reunir fuersas, pero... No, no pude.

- No es posible-  decían los enfermeros – debemos llevarlo .

No sé cuánto duró ese momento, a mí me parecieron siglos. Una y otra vez lo intenté, pero no tenía éxito.

Una sensación de impotencia me embargó más y más.

- Ya no podemos seguir esperando, debemos llevarlo-  dijeron los enfermeros mientras movían mi cama y mis compañeros luchaban para retenerme.

Fueron unos instantes interminables, pero de pronto... La figura de Mirta se dibujó en la puerta y corrió presurosa hacia mí y me acogió en sus brazos.

- ¡Mirta, cómo pudiste tardar tanto! - Dije mentalmente.

- Es mi señora- la presenté lleno de orgullo a mis enfermeros. – Es lo que estaba esperando. ¿Ven? Es mi señora...

¿Fue un sueño?  ¿Fue real la presencia de Mirta? Nunca lo sabré. Nunca podré decir en qué día y a qué hora tuve ese sueño. Hoy siento todo aquello como un sueño. Feo y angustioso, un sueño psicodélico.

He aquí otro de mis sueños más angustiosos, que no sé con qué realidad se pue-de relacionar. Es evidente que el subconsciente tiene sus enigmas.

Una noche oigo un murmullo creciente en la habitación. Traen el cuerpo ya sin vida de un malviviente cuyo padre viene a la clínica para intentar un recurso extremo.

Era un famoso pandillero cuyo hijo, fiel reflejo de su padre, fué abatido esa noche cuando huía en su coche luego de haber concurrido a un baile.

La única posibilidad de sepultar honrosamente al joven playboy era dotándo su columna vertebral de una nueva médula espinal, totalmente destrozada cuando fué muerto.

La única médula espinal de que se podía disponer en el corto tiempo en que había que realizar el implante era la mía.

Clamé, rezongué, pataleé pero no fuí oido y los enfermeros me transportaron en una camilla hasta el quirófano donde se esperaba el cadáver del pandillero.

Allí ya rasignado senti como me ponían de espalda, con la columna vertebral descubierta, rodeado de sábanas.

Los minutos eran angustiosos para mí, que no sabía que me iria a pasar y para el padre del muchacho, que como buen padre, no escatimaba esfuerzos para darle a su hijo, bueno o malo, merecedor o no, una sepultura decente sin vacilar sobre los medios ni os costos, aunque fuera un perjuicio para mí.

La espera fue angustiosa. Cuantos más minutos pasaban, más cercana veía yo mi liberación de esa operación que, como ya dije, solo era posible realizar antes de un determinado numero de horas.

Yo mentalmente apuraba el paso del tiempo y decía a mis enfermeros que me sacaran de allí, que ya nada se podía hacer. Pero el padre, desconsolado, no daba su aprobación. Quería intentarlo aunque fuese en los últimos instantes.

El cadáver no llegaba. Yo oía pasos de gente que caminaba, esperando.

Al padre del pandillero lo acompañaba una hija y se podía oir la respiración angustiosa de ambos.

Es inútil, no llega a tiempo. No esperemos más. Dejemos a este buen hombre proseguir su siueño – dijo la hija.

- Eso, terminen de una vez, ya es tarde – decía yo mentalmente.

Silencio... El padre dfendía a su hijo. Quería salvar por lo menos en la muerte lo que no supo salvar en vida: el alma de su hijo.

Loa segundos son horas para mí.

- Terminemos de una vez – apuró la hija.

Los oigo levantarse de sus asientos y despedirse.

Sin embargo yo con mi espalda al aire y mi intacta columna vertebral sigo aguardaaando.

La gente se retira y de pronto alguien tapa mi espalda y soy nuevamente trasladado a la habitación.

Respiro profundamente. Ya todo pasó.

¿Cual será la interpretación de ese sueño? ¿Porqué la médula espinal? ¿Por qué un sueño con pandilleros?

Nunca lo sabré.
Mientras estuve internado sólo se me trasladó de mi cama por exámenes, emergencias o intervenciones.

Mientras estuve en coma ¿pensaron alguna vez los médicos que yo soñaba y que podría recordar más tarde mis sueños?  ¿Sería el efecto de las medicinas?

Muchas veces me hago hoy esas preguntas. No tengo respuestas. Tampoco he vuelto a hablar de ello con los médicos. De nada sirve hacerlo ahora. Podría obtener respuesta a mis preguntas?

Ellos solo decían:  “No siente nada”...  “Está en un sueño”

Estoy persuadido de que no conocen lo que pasa. Un paciente en estado de coma siente y sufre.

Por eso les digo a quienes lean esto que duden de las afirmaciones de los médicos. No pueden ellos tener absoluta seguridad de lo que le pasa a un paciente en estado de coma.

He tenido muchos sueños de ese tipo. No tienen valor. Son sólo sueños. Pero en aquellos momentos fueron angustiosos, con mucho suspenso. Pero gracias a Dios, con final feliz.

Podría llenar páginas enteras. Cansaría al lector con esas anécdotas. Podría pensarse que lo hago para entretener.

Mi meta es mucho más simple. Deseo llamar la atención sobre la supuesta inconsciencia de los estados de coma. Duden. No tomen como definitiva la palabra de los Médicos, que sin ánimo de desmerecer su ciencia y su esfuerzo por restablecer la salud de los pacientes, no estan aún facultados para conocer plenamente, qué y cómo es  el  “estado de coma”.

He aquí otro ejemplo:

Una noche calurosa estaba yo cubierto sólamente por  una sábana.

Oí  el zumbido de un mosquito en la habitación. Lo oía acercarse en  picada. Intenté mover un brazo para auyentarlo. No pude.

Quise  mover la cabeza.  Imposible. El zumbido aumentó hasta que lo sentí posarse en mi frente. El aguijón perforó mi piel. Nada pude hacer...

- Buen provecho-  le dije sonriéndome, no sé con qué buen humor y esperé a que pronto se diera por satisfecho.  Las voces de las enfermeras y practicantes como de los nóveles médicos era prontamente reconocida por mi.

Una voz  coincidía con la de Josefa, esposa de un amigo de la familia.Pensé que trabajaba en la clínica. Supe luego que estuvo a mi lado muchas veces.

A otra voz la confundí con la de mi hija Silvina y no sé por que creí que ella había entrado a trabajar sábados y domingos como oficinista.

- No es necesario que trabaje - pensaba. Mi situación económica no es tan desesperada.  Oía su voz, aunque nunca noté su presencia. Ella nunca estuvo a mi lado mientras estuve en terapia intensiva. Sin embargo no se alejó de la puerta de la habitación. Estuvo allí todos los días. Hablaba con Mirta y los amigos que venían a interesarse por mi salud.
 
EPILOGO DE SILVIA, SU HIJA

Sí, papi... Estuvimos ahí detrás de la puerta todos los que te queríamos tanto. Pero por respetar las normas de la clínica en cuanto a los horarios mínimos de visita en terapia intensiva, no entrábamos a verte.

Siempre dejamos a mamá que pase esos pocos minutos permitidos por día. Y así, si mal no recuerdo, estuvimos un mes parados detrás de la puerta durante el día, para que, al llegar la noche y tener que retirarnos, viniera algún médico a despedirnos siempre con las mismas palabras.

- Seguro que de esta noche no pasa...

¿Qué derecho tenían a no dejarnos ni la esperanza de que se haría Su voluntad? ¿Qué derecho tenían a no dejarnos pasar y brindarte nuestro amor en forma de caricias, palabras y besos?

¡Cuánta soledad e incomprensión habrás sufrido! ¡Y cuánto habrá sido el dolor de mamá al verte así!

Si al final, por razones económicas, es decir, para que no se siga pagando tanto por una cama en terapia intensiva para un “ caso” que no tenía ninguna probabilidad de vida, te pasaron a una habitación simple, donde pudimos estar junto a vos todo el día...

Fue terrible estar junto a un cuerpo totalmente paralizado, con una expresión fija, sin posibilidades de hacer gestos o pestañear, intentando un esbozo de comunicación. Ver la lucha para poder respirar a través del embudo de metal insertado en tu cuello, que te permitía hacerlo con dificultad y sobrevivir.  Pero ese cuerpo, aunque estuviera cuadripléjico, como si fuera un muñeco de trapo, respiraba... ¡ y era papá! Y pudimos darle todo nuestro amor durante  muchas horas de visita diaria y hablarle, acariciarlo, besarlo y cuidarlo... Y así fue mejorando. Pasó a otra habitación mejor y luego lo llevamos a casa, donde lo colocamos en su dormitorio sobre una cama ortopédica. Luego pasó de cuadriplejía a hemiplejía. Y después de meses pudimos trasladarlo en silla de ruedas.

También le hicimos un cartel grande con las palabras “hambre, sed, pis y caca”, para que señale y nos indique qué necesitaba, porque era muy difícil interpretarlo. Y qué decepción sufrimos cuando apenas vio el cartel frente a él y trató de señalar una palabra, pero apenas pudo levantar el dedo índice un sólo centímetro, lo que no fue suficiente.

Y qué alegría, depués de mucho tiempo, cuando lo logró.

Gracias a Dios y a la inquebrantable e incondicional voluntad de mamá, más la alegría del kinesiólogo, el único que le aseguraba su mejoría y su posibilidad  de volver a caminar y hablar, al tiempo logró incorporarse y, poco después, ponerse de pié.  Al principio usando un andador, luego un bastón trípode y finalmente un bastón común. Y como si fuera un bebé inicialmente emitió sonidos guturales, luego balbuceos y al final recuperó el habla. Con una voz diferente y mucha dificultad... ¡pero volvió a comunicarse!

Al quedarle paralizado el lado derecho debió aprender a escribir con la mano izquierda y a practicar una nueva firma. Por el pulso inseguro recurrió a su mejor amiga, la máquina de escribir, con la que pudo volver a expresar sus ideas y a concretar proyectos como la Fundación Boulogne, a partir del Rotary Club, junto a unos pocos pero muy buenos amigos, que lo ayudaron a seguir brindando su trabajo en beneficio de la comunidad.

Mamá lo alimentó, lo bañó y lo cambió. Lo acompañó, lo apoyó y lo alentó hasta que pudo desempeñarse casi independientemente. Y entonces, después de haber entregado todas sus fuerzas durante siete años para ayudarlo a recuperarse, desde los 43 años hasta los 50... mamá pasó a la dimensión del amor incondicional.

Papá, como lo relata, nació en Argentina de padre alemán y madre suizo-francesa. Vivieron al principio sólos como casi todos los inmigrantes; y a partir de los 14 años a cargo de su madre, después de la muerte de su padre.

Responsable, hombre de bien, adorable padre y esposo, fiel amigo, siempre alegre y cordial, deportista, amante de la música y los autos, fue un apasionado por ayudar al prójimo . Estuvo dotado de una increíble capacidad intelectual que le permitió rápidamente terminar sus estudios de perito mercantil mientras trabajaba y alquilaba la vivienda para él y su madre. Luego de casarse con su secretaria, Marta, mi mamá, y de alquilar otra casa para ellos, se compró una motocicleta para poder ir a estudiar la carrera de Contador Público por las noches.

Al año de casados nació mi hermano Rudy y durante sus primeros cinco años papá completó su carrera de contador. Trabajando, sosteniendo dos alquileres y en el último año construyendo, además, la casa propia en Boulogne, lugar en donde yo nací. Allí los cuatro compartimos los más felices y mejores años. Hasta el 28 de enero de 1973, cuando una embolia cerebral afectó a papá y nos cambió la vida a todos.

¿Qué aprendimos con todo esto? Aprendimos a estar en casa junto a papá, aunque fue muy triste ver a un hombre de 48 años inválido y con el aspecto de 80. Pero pudimos acompañarlo, gestionar un automóvil con mamá, permitirle conocer a cinco de sus nietos, charlar y hacer pequeñas caminatas y disfrutar  de los pequeños grandes placeres de la vida que, como ejecutivo, gerente financiero de una importante empresa  -hombre de punta, hombre de acción que arrastraba a todos, como él mismo se definía-  no tenía tiempo para ofrecerles.

Si, papá, te preocupaste mucho para que no sufriéramos lo que sufriste vos. Junto a mamá nos ofreciste lo mejor de la vida. El Amor, los valores, y la tranquilidad económica que nos permitió ser, a Rudy y a mí, lo que hoy somos.
¡Gracias! ¡Mil gracias a los dos!

En cuanto a este libro, no sé bien cuándo lo escribiste. No sé si aún vivía mamá o no. Lo que sí recuerdo es que después que te marchaste lo presté a una vecina que apreciabas mucho, a Eleonor, quien no me lo devolvió durante años aduciendo a mi reclamo que ya me lo había devuelto. Quiso el destino que una Nochebuena  me llamara llorando por teléfono para decirme que no encontraba palabras para explicarme que lo había hallado en su casa...

¡Qué felicidad! ¡Cuándo agradecí a Dios ese regalo tan especial de Navidad! Luego permaneció junto a mí y a mi vida tan ajetreada de maestra y mamá.

Sobrevivió a las muchas mudanzas que pasamos... y no sé por qué, en esta última, por primera vez en nuestros 52 años, Jorge y yo compramos una biblioteca para guardar ordenadamente nuestros libros y, al seleccionarlos y ubicarlos apareció este ejemplar. ¡Una nueva alegría!

¡Qué deseos de compartirlo con los hijos y nietos! ¡Y con los amigos! Por eso hice algunas fotocopias y le agregué estas palabras finales. No sé si tenía o no más hojas, lo que sí recuerdo es que tenía el título escrito así, como ahora yo lo escribí en mi computadora. No quise agregar ni corregir nada, ni siquiera pasarlo en limpio, porque creo que así, veo aún tu fuerza de voluntad en tu mano izquierda tecleando la máquina de escribir y tu humildad para trasmitir este mensaje tan claro.

¡Duden! ¡Duden de lo que los profesionales de la salud puedan opinar acerca de un ser humano en coma, internado en terapia intensiva!

En la vida no hay mejor remedio que el amor y un objetivo inconcluso para desear seguir viviendo y curarse. No todos los casos son iguales. Y tampoco son casos, son personas, seres que aún viven y merecen respeto, amor y compañía.

¡Gracias, Dios, por los padres que me permitiste disfrutar en esta vida! No los extraño, porque sé que estamos unidos en el amor, sin tiempo ni espacio, por siempre y para siempre...

Silvia.

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De locomotora a furgon de cola

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