LAS CIRUELAS DE LA SEÑORITA DUSTIN
(Escrito por nuestro amigo Miguel Keegan)
En las afueras del pueblo, allí donde las calles acababan como dibujos en el polvo del campo, rodeada de setos y árboles frondo-sos, se alzaba una antigua casona. Pertenecía a la Señorita Margie Dustin, la sonriente anciana del carruaje ágil, la perenne contralto de los oficios religiosos del domingo, la venerable colaboradora del Pastor y, también, la dueña de los mejores y más codiciados árboles de ciruelas del lugar. Todos los niños de los alrededores, al menos una vez en su vida habían invadido furtivamente esa propiedad con el propósito de apoderarse de sus ciruelas en un osado acto de vandalismo. Ella de buena gana las hubiera obsequiado, sí. Pero las ciruelas obsequiadas no tienen el sabor peculiar de las que se cautivan a través de rodeos por los pastos y rasguños en las rodillas. Y también, todos los niños de los alrededores, al menos una vez en su vida habían sentido los característicos dolores de vientre que resultan de una indigestión de ciruelas calientes de sol.

Pero eso no le importaba a Pernell Watson, el intrépido y solitario bandido que se atrevería a despojar los ciruelos de la Señorita Dustin, sin la ayuda de sus compañeros de juegos. Apuesta por medio, el cumplir satisfactoriamente con su misión le granjearía la admiración de todos ellos, quienes como prueba de su habilidad, le habían exigido trajera un botín de ciruelas para compartir.

Por eso estaba allí, con una cesta repleta de los corazoncillos rojos y sabrosos, tomando un merecido descanso luego de haber cumplido su taréa, subiendo y bajando por los troncos de los árboles más prolíferos, como una gigantesca oruga insatisfecha.

A lo lejos, los otros muchachos lo estaban esperando para comprobar hasta dónde llegaría aquella audacia de la que siempre se había jactado. El se los demostraría en un instante y deberían por ello aceptarlo en adelante como líder indiscutido.

Pernell Watson exhibió la cesta desbordante y los muchachos se llenaron de admiración, le reconocieron el líderazgo sin mucho ritual y en un instante se devoraron las ciruelas entre todos, aunque también en esto él les llevó amplia ventaja.

Finalizando un día rico en emociones fuertes y ya viendo apagarse los últimos reflejos del sol, cada uno se marchó a su casa con la solemnidad de los que vuelven de la Parroquia.

La cena estaba servida, como todas las noches, pero esta vez Pernell no tuvo apetito, tal vez por los intensos vaivenes de la tarde. Aunque su madre lo regañó severamente, el se marchó imperturbable a su habitación.

Desde la cama podía ver cómo la luna preparaba en el cielo un lecho de nubes. Inquieto sin saber por qué, no tuvo más remedio que levantarse a mirar por la ventana. Desde allí pudo contar los techos de los vecinos, las luces tenues de los faroles de los porches y las ventanas exhalando olores de comidas que repentinamente se le antojaron insoportables.

Trató de recordar cómo la calle se doblaba más abajo como una pipa, hasta llegar a la propiedad de la Señorita Dustin, para des-pués morir en el campo, desde donde le llegaban fragancias de pasto en flor, río perezoso y brisa silvestre.

También desde allí le zumbaba insistente como una abeja, el aroma de las ciruelas maduras que durante el día no había podido comer de pura hartura.

A pesar de ello, todavía podía recordar el sabor agridulce de la pulpa roja y el ruido seco de los dientes royendo el carozo, indicador fiel del final de las ciruelas, leñoso corazón de un corazón de dulzura, certero proyectil al final de cada libación, que quedaba por las inmediaciones con el secreto propósito de generar más y más ciruelas silenciosamente al pasar los años.

Pero… ¿por qué pensaba tanto en las ciruelas si todavía tenía el estómago repleto de ellas? A decir verdad, lo tenía tan repleto que no le cabría ni una más. Ahora que lo notaba, el sólo recuerdo de ellas le causaba una sensación extraña. Una repugnancia profunda, como si nunca le hubieran gustado y como si jamás le gustaran en adelante. Una impresión de verdadero desagrado que le hacía prometerse no volver a probarlas. Y así, su manjar predilecto, su sueño feliz de los veranos, el motivo de sus futuras campañas, se había vuelto en esos momentos, feo e insoportable.

Recordó que todo su estómago estaba conteniendo una cantidad considerable de horribes ciruelas, que lo tenía henchido de ellas, que más que estómago era un surtidor de esa carne roja, maloliente y húmeda…

Se miró el vientre para ver si se le había puesto rojo y le pareció que sí. Y se le había dilatado, aumentado de tamaño como un dirigible. En vez de estómago tenía una ciruela, una única, sólida y palpitante ciruela que crecía.

Ya no significaban nada para él la admiración de sus amigos, ni  que lo hubieran aceptado como líder, ni la envidia que le pudieran tener esos cobardes.

Lo que ahora le llenaba el pensamiento era esa monstruosa ciruela viva que tenía en su interior, producto de la unión de otras cien ciruelas pequeñas que había devorado horas antes.

Pernell volvió a acostarse con la absoluta seguridad de que no dormiría ni un segundo. Y no se equivocó. Los pensamientos se le confundían en un torbellino en el que se precipitaban las horas y los recuerdos. Todo se le mezclaba como naipes grotescos, superponiendo realidades, miedos, sueños y personajes de historietas.

La indigestión pronto adquirió proporciones alarmantes. Aparecieron las náuseas. Después la fiebre y el sopor indescifrable. Y finalmente el padre, con una cara de sueño insatisfecho que no podía disimular, de sueño interrumpido, de sueño cortado al hacha como un tronco, de sueño cortado al grito desgarrador que resulta del dolor y la pesadilla.

Se reunieron a su alrededor sus padres y la abuela, que con rostros preocupados conjeturaban acerca de las medidas a adoptar. Le alcanzaron un extraño té, que la abuela aseguró haber destilado en quien sabe qué secreto alambique, a partir de hierbas que sólo ella conocía.  El misterioso té caliente, de aroma indescifrable y sabor áspero, le hicieron sentir algún alivio. Pero ese bálsamo curatodo no llegaba a surtir el efecto esperado en esa ocasión.

Adonde mirara notaba un vapor invasor de nocturnos efectos imprecisos que sólo él percibía. Así pudo comprobar que ese vapor era la causa por la que no le permitían andar de noche por las calles. Y que se filtraba por las paredes y el techo. Y que a todo le daba una pincelada nebulosa y fatídica. En el vapor, creciente e incontenible, se arremolinaban rostros desconocidos y gesticulantes que parecían burlarse de su condición. Lo amenazaban y lo acosaban con siniestros desafíos que vapuleaban malamente su condición de lider, que a esa hora poco y nada le importaba en verdad.

Un sudor intenso lo fue cubriendo poco a poco como un aguacero y, aunque estaba en la cama, sentía la misma sensación que cuando corría por el campo dejándose empapar por la lluvia en las siestas de verano.

A veces tenía como un vago presentimiento que, con sólo explicar que la causa de su mal eran las ciruelas, todo se habría solucionado fácilmente. Sin embargo no lograba permanecer conciente tanto tiempo como para hacerlo. Y, como si fuera poco, apenas focalizaba la imagen de una de ellas en su mente, todo su ser se convulsionaba.

En un momento y con grandes esfuerzos, pudo articular apenas una palabra.  No fue otra que “¡Ciruelas!” pero así consiguió dar la pista necesaria para solucionarlo todo. Fue una palabra mágica y a partir de ella la situación cambió.

La abuela voló a preparar otro té, silbante y prometedor. La madre a colocarle compresas, cataplasmas o algo así. Y el padre a buscar al Doctor.  Afuera las casas dormían, con alguna lucecita tenue dejada a propósito en el jardín para dibujar a la distancia sinuosidades luminosas que guíen a los sueños y los fantasmas.

En su lecho, casi agónico, no podía hablar ni pensar claramente, pero llegaba a darse cuenta que todos estaban pendientes de él, alarmados y temerosos. Corroboró su percepción el hecho que buscaran al Doctor. ¡Ah, el Doctor!

Indudablemente todo aquello tenía su veta de buena suerte, ya que al fin tendría la posibilidad de conocer y ver de cerca al famoso Doctor Benjamín Andrews. el hechicero de la ciudad, el alquimista de los frasquitos oscuros, el silencioso mago dibujador de jeroglíficos, su salvador o ejecutor, en fin, el más allá.

Recordó las fantásticas historias de ese mítico personaje nacido de un libro de cuentos, con su maletín repleto de esperanzas y milagros, melancólico navegante de noches insomnes, bogando en un brillante carruaje silencioso tirado por un corcel de pelaje lustroso que trotaba sin que suenen sus cascos y nadie había visto en años beber, comer o dormir.

No era un carruaje, era un automóvil, pero no impotaba, era un carruaje. No era un hechicero, era un Médico, pero no importaba, era un hechicero. No dibujaba jeroglíficos, pero no importaba, sí los dibujaba. Sólo él lo sabía y era suficiente. Y ahora comprobaría sus conjeturas a pesar de la fiebre y el empacho.

La puerta dejó pasar al padre, quien con un “Pase, Doctor” franqueó la entrada al Doctor Andrews. Primero entró su maletín, después su barba, después sus gruesos anteojos. Y, por último, todo él.

De uno de sus bolsillos pendía como un fonógrafo del pecho, aquel  raro artefacto de goma y metal del que había oído hablar a otros chicos. Traje oscuro y oscuro corbatón de hombre serio, cabellera negra y larga como las calles del cementerio. Rostro escrutador como efigie de billete de dólar. Paso cauteloso de explorador en territorio desconocido. Si, reunía las condiciones para ser amigo. Y de los buenos.

Todos salieron de la habitación ante una señal del médico y Pernell sintió que comenzaba una de las páginas decisivas de su corta vida.

Cuando se acercó, todo se inundó de un grato olor a medicinas y de sus labios brotó un lejano susurro de tiovivo: “Hola Pernell, buenas noches”.

Pernell quiso decir “Buenas noches” pero sólo consiguió articular “Ciruelas…”  y se puso todo rojo de humillación.

¡Qué triste situación para un líder!  ¡Si lo supieran sus amigos!

El Doctor Andrews sonrió comprensivamente y él se puso más rojo todavía. Pero creyó oir que el médico le susurraba que no debía  preocuparse, que los líderes también se enferman y que las ciruelas son malas, en ocasiones, hasta para los valientes.

Sus palabras eran un suave arrullo de hojas y siesta, y el dibujo de su boca en sonrisa le decía que nadie se enteraría de su indigestión ni de su vergüenza.

Era extraño, pero el olor a medicinas del Doctor Andrews parecía haberle hecho bien y comenzó a reaccionar poco a poco, pero aún las palabras no lograban fluirle por más que lo intentara.

Andrews exploró en su anatomía como lo hubiera hecho en un mapamundi, como un vaquero buscando la senda correcta, como un buscador de oro en pos de la ansiada veta.

“Así que ciruelas ¿eh Pernell?”  Y a Pernell se le reunió el sudor en la frente, sin poder evitarlo.

“Y seguro que ciruelas tomadas sin permiso a la hora de la siesta.”   Pernell recordaba las dotes de adivino que le habían atribuído al médico y presentía que sabía mucho más.

“Y hasta me parece saber que esas son unas ciruelas conocidas”. A Pernell el sudor lo inundaba como un deshielo.

“Tal vez las ciruelas de la Señorita Dustin… ¿Mmmh?”

¿Qué haría ahora el Doctor, que conocía su secreto? Podría llevarlo ante la policía acusándolo de robarlas. Tal vez tras su disfraz de doctor había un severo Comisario que lo llevaría esa misma noche.

“Así que ciruelas de la Señorita Dustin” repitió enigmáticamente Andrews mientras abría el maletín con exasperante lentitud. Sacó de él un talonario de hojas membretadas y lo llenó con los extraños galimatías que le habían comentado.

“Pernell, mira aquí” dijo el Doctor. Y Pernell, recuperándose milagrosamente, miró feliz el interior del maletín que ponía ante sus ojos el Comisario Doctor.

Los ojos de Pernell se abrieron desmesurados para abarcar ese mundo que tanto ansiaba conocer, con la capacidad de asombro propia de su edad, para convertirse luego en dos estrellas gordas de risa, dos chispeantes cascabeles de payaso, dos brillantes explosiones de fuegos de artificio. Y el doctor dejó de ser el fatídico Comisario.

Allí, en el inescrutable abismo del maletín, se hallaban amontonados estuchecitos brillantes, hojas de papel, raros instrumentos médicos, multicolores cajas de remedios milagrosos y una gran lapicera circunspecta.

Pero lo que más le llamó la atención, lo que lo hizo sentirse sano al instante, lo que selló su eterna amistad con el médico, fueron tres robustas, aromáticas, carnosas ciruelas rojas medio ocultas entre aquel océano de cosas.

Doctor y paciente se saludaron ahora como grandes camaradas. Andrews se marchó silbando hacia otros dolores y el bienaventurado de Pernell se dispuso por fin a dormir, después de tomar una cucharada de jarabe.

Afuera despertaba lentamente la mañana por el lado de la gran casa de la Señorita Dustin, quien aún no se daba cuenta que los niños le robaban las ciruelas en las siestas…

¿O si?

Enero de 1985

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