LA REVISTA EN LA SILLA
(Escrito por nuestro amigo Jorge Guerrero)
Una pareja conversa en la lujosa sala de su casa mientras toman café.

¿Sabes una cosa, hermosa? Yo pienso que disfrutaremos más nuestro viaje por
carretera. Sé que está¡ muy lejos pero no tenemos prisa y nos detendremos donde
queramos pero sobre todo en  Oklahoma City, para que me presentes a  tus abuelos
y primos de quienes siempre me hablas. En Oklahoma podremos visitar el sitio del
edificio del bombazo. De allá sólo quedan unas cinco horas.

Como quieras, amor. A mí lo único que me importa es estar junto a ti cada momento
de mi vida.

El se acerca a ella y le da un beso. Ella sonríe feliz.


Víctor esperaba pensativo que la lavadora automática terminara su labor.  Sentado
en la casi desierta lavandería a esa hora de la noche, El pensaba en su situación.
Después de tres meses sin trabajar; un mes, casi dos,  atrasado en el pago de la
renta, con sólo unos pocos dólares en su billetera, la cosa era para desesperarse.
Qué diferente había sido su vida hasta poco antes. Antes de que Ana lo abandonara
dejándolo hasta sin su auto.
La mañana siguiente de la noche que Ana se fue había tenido que caminar veinte
cuadras para llegar a su trabajo. Por supuesto llegó muy retrasado. El mayordomo
no lo escuchó y lo despidió.

Víctor pudo haberse ido al otro lado del país donde su amigo Carlos vivía y donde
al parecer había abundancia de empleos. Pero con la esperanza de que Ana
regresara él había permanecido en la casa, esperando oír en cualquier momento la
llegada de su auto con su mujer. Sin tener en qué moverse simplemente no pudo
encontrar un trabajo. La oficina de desempleo le negó ayuda, pues no lo habían
despedido por no necesitarle más, sino que él había sido corrido por irresponsabilidad.

Pronto llegó la pobreza y Victor comenzó a vender algunas cosas: La  Británica, que
les había comprado a los niños para cuando entren a la High School. (Los niños que
él siempre había anhelado, pero que Ana nunca había querido encargar). Luego, la
televisión y otros muebles. Dos semanas atrás la lavadora y la secadora se habían
mudado al apartamento de los vecinos.

Su ex compañero de trabajo Fermín lo había visitado días atrás contándole que
había viajado el fin de semana a Dallas y allá, en un club nocturno había visto a
Ana, muy contenta junto a un hombre más joven que ella. Esa noticia había terminado
de matar la moribunda esperanza de ver regresar a su querida Ana. De manera que
sí había sido cierto lo que él sospechó, que ella tenía un amante.

En espera de su ropa lavada Victor pensaba que fue precisamente por haberle
expresado sus sospechas aquella noche, que Ana se  había hecho la enojada
encerrándose en su cuarto. La mañana siguiente, él había despertado en el sofá de
la sala y pronto había descubierto que ella no estaba en casa.  Ni ella ni el auto.
Esos eran los pensamientos que ocupaban la mente de Victor mientras esperaba la
lavadora terminara su labor. El pondría su ropa a secar en el pequeñísimo patio de su
apartamento.

Sobre el asiento junto al suyo vio una revista y la tomó comenzando a hojearla.
¿Por qué será que muchas revistas incluyen algún artículo que relata algo casi siempre
triste que le sucedió a quien lo envía para su publicación? ¿De veras a los lectores les
interesará leer de la miserias de otros? Si El pudiera escribir, también tendría una historia
qué contar.  Por supuesto no se parecería a esta que veo aquí titulada "El desconocido
que salvó a mi marido", pensó Victor.  La mía podría llamarse "Mi mujer me dejó por otro
llevándose mi auto".


Muchos recuerdos se le han venido al conductor del lujoso auto esa fresca media mañana
al entrar a la ciudad. "Espero que a ella realmente le interese lo que le voy a mostrar. Si me
ama como siempre me lo dice, le interesará. No tengo ninguna duda de su amor, pues de
otra manera ella no habría obrado como lo hizo".  Eso piensa el  hombre mientras recorre
las últimas cuadras que le llevan al sitio de la suerte, de la buena suerte. Junto a él una
bella mujer de cabello rubio duerme, fatigada por el largo viaje. De allí, ellos se dirigirán al
Hilton de la Calle Wall donde él ha reservado una suite.


Sin ganas Victor comenzó a leer.  El artículo contaba que una noche, varios años atrás,
el marido de la autora viajando solo en Texas por la Interestatal Veinte se había dormido
al volante y se había salido de la carretera y después de varias volteretas había ido a
dar hasta la orilla de un canal.

Muy malherido, sentía desesperado que el auto se iba deslizando poco a poco y que era
cosa de minutos que se precipitara al fondo. En ese momento un hombre de tez no muy
clara había quebrado el cristal del auto y lo había sacado.

Que instantes después los dos habían visto al Mercedes Benz caer al agua.  El desco-
nocido, continuaba el artículo, lo había llevado hasta Fort Worth y lo había internado en
un prestigioso hospital. Desde allí el hombre se había ofrecido a telefonear a quien el
herido quisiera y en efecto se había comunicado con la esposa quien pronto fleteó un
avión. Cuando horas después ella llegó al hospital el desconocido la estaba esperando
en el vestíbulo y pronto la llevó hasta el cuarto de su esposo inconsciente. Junto a la
puerta del cuarto el desconocido se había despedido de ella, quien todo el tiempo pensó
que él era un empleado del hospital. Los doctores habían afirmado que si el herido
hubiera durado un poco de tiempo más sin atención médica habría muerto. Tres semanas
después había dejado el hospital.

El artículo se refería al notable hecho de que el hombre nunca dio su nombre y que
aunque su indumentaria no lo señalaba como hombre rico, él ni por un momento había
hablado (en realidad no habló casi nada de nada) de una gratificación o algo así aunque
seguramente supo que había ayudado a un hombre rico.

El artículo decía que su autora estaba muy deseosa de recompensar al buen samaritano
y le pedía que si leía el artículo se comunicara con ella, por medio del magazine. Que ella
sabía cómo reconocerlo, de manera que sería mejor que nadie quisiera engañarla para
lograr la recompensa. Una nota final decía que su marido había muerto unos pocos años
después en un accidente de aviación.

Victor se quedó pensando en que cosas como las de el artículo pasaban con cierta
frecuencia. El había tenido varias veces la oportunidad de ayudar a alguien en apuros en
la carretera. Años atrás él mismo había sido un buen samaritano en circunstancias
sumamente parecidas a las del artículo. Comenzó a recordar el caso. Fue entonces
cuando se quedó estupefacto.  ¡El era el desconocido del artículo!

A Victor siempre le había parecido que nadie debería aceptar pago alguno por hacer un
favor a alguien en problemas. Era por eso que él siempre que ayudaba a algún
desconocido lo hacía sin siquiera dar su nombre. Esa noche, en la lavandería,  hizo
memoria de aquel episodio.  Pues sí, él había comprendido desde el principio que se
trataba de un hombre de dinero por eso lo había llevado a un buen hospital. Recordó a
la mujer elegantemente vestida que había conducido años atrás hasta el cuarto de
hospital donde estaba el marido.

Una idea vino a su mente. ¿Qué no podría comunicarse con la viuda y decirle que
aunque él no quería ser recompensado sí le estaría agradecido de que le consiguiera
algún empleo? Seguramente ella tendría entre sus conocidos o familiares un dueño de
alguna fábrica o algún negocio. Tal vez ella misma era una mujer de negocios.

Victor salió de sus pensamientos y notó que la lavadora había parado.  Echó sus
ropas en una bolsa de plástico y caminó hasta su apartamento.

La mañana siguiente usó sus últimas monedas para hablar desde el teléfono público
de la recepción de los apartamentos a las oficinas del magazine en Nueva York.
Después de algunas preguntas la persona al teléfono le dijo que esperara una llamada
ese mismo día. Victor dio el teléfono de la recepción y se fue a su vivienda. Unas dos
horas después el encargado de los apartamentos tocó³ a su puerta diciéndole que
alguien lo llamaba por teléfono.

Hello, habla Victor Torres-- dijo en inglés.

Señor Torres, soy Kathy Reeves, de Philadelphia. Tenía muchos deseos de encontrarlo
y darle las gracias por todo lo que hizo por Ted. Como lo expreso en el artículo, siento
la necesidad de recompensarlo.

Sra. Reeves, en realidad yo no busco ser recompensado, sino que me encuentro un
tanto apurado económicamente y estoy recurriendo a usted para implorar su ayuda.

¡Implorar! Victor, ¿qué clase de hombre es usted? Le salva la vida a mi marido y
desaparece y ahora habla de implorar. ¡Cualquier cosa que necesite y más! Pero ¿sabe
usted una cosa? Ya ve cómo somos los anglosajones. Yo necesito estar segura de que
usted es realmente el hombre que vi aquella noche en el hospital de Fort Worth. Déme
su dirección y alguien le llevará un boleto de avión para que vuele inmediatamente para
acá.

Pero señora Reeves, me parece que es demasiado. Yo... yo podría...

Por favor, Victor. Tengo grandes deseos de estrechar su mano personalmente. Si usted
no quiere venir o no puede, yo volaré hasta su ciudad hoy mismo si es posible.

No es eso, señora Reeves... Está bien. ¿Tiene un lápiz a la mano? Esta es mi dirección...

Esa misma tarde un hombre llegó hasta el apartamento de Victor y le entregó un sobre.
En él había un boleto de avión y dos mil dólares en efectivo. ¡Dos mil dólares! Victor
estaba asombrado.

Inmediatamente fue a una tienda de ropa y se compró un traje no caro, varias camisas,
dos corbatas y tres pantalones. Volvió a su morada y no pudo dormir pensando en el
viaje y el encuentro del día siguiente.

Filadelfia es una ciudad muy bella, totalmente diferente de Midland, Texas. Eso
pensaba Victor en el taxi que lo conducía a lo que resultó ser una mansión. Un
hombre de uniforme lo introdujo a una sala enorme y le indicó que se sentara mientras
llamaba a la señora. Un minuto después él se puso de pie al ver aparecer a la mujer
cuyo bello rostro, aunque ahora más maduro, recordó inmediatamente.

Con una gran sonrisa ella se acercó a él tendiéndole la mano al tiempo que le decía:
Gracias por venir, Victor. ¿Desea algo de tomar?

Después de las primeras palabras de rigor la señora Reeves abrió una cajita como
de zapatos que estaba sobre la mesita y sacando algo dijo:
¿Recuerda esto?

¡Mis guantes que perdí! Hasta ahora vengo a saber dónde los dejé.  "Dígame Victor,
¿qué tienen de particular estos guantes?” preguntó la señora Reeves sin dárselos.

¿De particular? Nada creo yo, a no ser que usted se refiera a las iniciales de mi
nombre.

”Exacto. Desde que lo vi, supe que usted es quien le salvó la vida a mi marido. Pero
lo de las iniciales me lo confirma totalmente. ¿Me permite que los conserve? Para mí
son como un tesoro.

Por supuesto, señora Reeves.

”Por favor llámeme Kathy. Dígame, Victor, ¿en qué consisten sus apuros y qué favor
desea pedirme?

Victor, quien inmediatamente sintió mucha confianza en aquella bella dama tan amable,
le contó sus problemas mientras que ella lo escuchaba atentamente.

”Por supuesto que le ayudaré, mi querido Victor. Es lo menos que puedo hacer por un
hombre tan bueno. Pero antes de cualquier cosa, deseo pedirle que me acompañe a
comer. El restaurant no está lejos de aquí. Allá seguiremos conversando.

La plática de sobremesa en el lujoso restaurant, duró como dos horas.

Victor se enteró de que Katy era una mujer muy rica, muy poco dada a fiestas y con
pocas amistades. Cuando joven ella  llegó del medio oeste a Filadelfia y consiguió
un empleo en las oficinas el negocio de  Ted Reeves. El se se enamoró de ella y la
hizo su esposa. Fueron muy felices hasta que unos cuatro años atrás él había
fallecido trágicamente. Desde entonces ella estaba muy sola, dijo Katy.

Victor no quería engañarse pensando que ella lo observaba con mucho interés.
Hasta pensó por un instante en que en la fábrica donde había trabajado las
secretarias siempre lo habían encontrado muy buen tipo y algunas hasta se le
habían insinuado.

"¿Será posible?” pensaba Victor mientras admiraba los rasgos perfectos de su
intelocutora;  ”que a mis cuarenta y tres años pueda serle atractivo a una mujer
anglosajona, hermosa y millonaria? No lo creo. Son solamente figuraciones mías.

En cierto momento ella le dijo:

”Victor. Usted me ha dicho que cuando trabajaba en la compañía que lo despidió
usted aprendiá todo lo relacionado a la elaboración de los productos químicos
industriales que allí producían. Que hasta sabe algo en cuanto a su distribución
y venta. Le propongo algo. Vamos formando una compañía. Usted pone su
conocimiento y yo pongo el dinero. Creo que eso será mejor que ayudarle a
conseguir un empleo. Por favor no me vaya a decir que no. Si el negocio fracasa
no me afectará perder unos cuantos cientos de miles de dólares.

Cuando Victor pidió la cuenta le dijeron que ya estaba saldada. ¿Cuándo la habrá
pagado?, pensó  mientras ponía sobre la mesa un billete de veinte que le pareció
una propina apropiada.

Victor se sorprendió agradablemente de que Kathy le tomó del brazo al salir del
restaurant.



Los clientes de la lavandería observan con interés a la pareja que se ha bajado de
un lujoso Lexus blanco y ha entrado al establecimiento tomados de la mano. La
dama es una hermosa rubia de unos cuarenta años. El es un hombre algo mayor
elegante y bien parecido, evidentemente un hispano.

"Mira, Kathy. Esta es la silla donde hace tres años estaba yo sentado cuando en
esta otra vi la revista con tu artículo."

”Victor querido, gracias a que viste esa revista ahora soy la mujer más feliz del
mundo.

Allá, un poco al fondo, dos empleadas de la lavandería también han observado a
la pareja. Una de ellas ha mirado con gran interés al hombre a quien ve apuntar
hacia la silla vacía.   Unos momentos después todo mundo en la lavandería
observa a la pareja salir del establecimiento riendo muy  felices y subir al auto.

Las dos empleadas suspiran como lo hacen las mujeres cuando ven a una pareja
de enamorados.

Una de ellas dice a su compañera:

"Qué extraño que esa pareja haya entrado a la lavandería solamente para ver por
un momento las sillas. ¿No te parece, Ana? ".

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