LA PORDIOSERA
(Escrito por nuestro amigo Jorge Guerrero)
Le estoy enviando un cuento de corte romántico, que espero le guste a usted y a los lectores del club.
Su amigo, Jorge.

El señor Antonio Miller es muy estimado en el círculo donde se desenvuelve. Próspero hombre de negocios, elegante, bien parecido, padre de un joven y de una señorita que van a la universidad, bien podría decirse que la vida lo trata muy bien, excepto por una desgracia de hace dos años: Martha, su linda esposa falleció en un accidente aéreo en el que murieron 82 personas en un vuelo comercial de Monterrey a Guadalajara. Sólo hubo un puñado de sobrevivientes.

Don Antonio, en sus tempranos cuarentas, se fue recuperando un poco del golpe entregándose de lleno a su trabajo, del que disfruta enormemente. Así su vida pareció estar volviendo poco a poco a algo parecido a la normalidad, excepto por esas noches ya no tan frecuentes en las que el recuerdo de su amada esposa lo dejaba inmensamente triste.

Como decíamos, su vida se hacía cada vez más llevadera y él sentía que se estaba acostumbrando a la viudez. Pero hace cosa de un año, quizás diez meses, un acontecimiento extraño hizo estremecer su metódica existencia.

Caminaba muy tranquilo hacia el estacionamiento de la calle Corona donde estaciona su coche  cuando claramente escuchó detrás de él la voz de su esposa: “Señor, ¿podría usted ayudarme con una moneda?”. Don Antonio se volvió estupefacto. La pordiosera hablaba increíblemente igual que su añorada Martha.

La joven también se desconcertó al ver el asombro con que el elegante señor se le quedó viendo.

Después de un momento largo el señor Miller sacó su billetera y  sin dejar de mirar el rostro de la joven le dio la más grande limosna de toda su vida. No se trató de esplendidez, sino de que don Antonio ni siquiera miró la denominación del billete que le tendió a la joven.
 
Ella, al ver los quinientos pesos, alcanzó a preguntar: “¿Está usted seguro, señor?”.
 —Sí, tómalos: ¿Oye, ¿cómo te llamas?
 —Me llamo Estela, pero no se confunda ni me confunda con otra clase de mujer. No crea usted que porque me veo obligada a mendigar, he perdido la decencia. Tenga su dinero.
 
Don Antonio, desconcertado respondió.
—No, muchacha, no me confundas tú a mí. Perdóname si te ofendí. Te estoy ayudando con la intención más limpia que alguien pueda tener.
 
Ella solamente acataba a mirarlo asombrada, sintiendo sin saber por qué, muchas ganas de llorar, pero aguantando las lágrimas.

Don Antonio no quería que ella se sintiera mal y por eso se esforzaba por no fijarse en la ropa sucia y deshilachada de la pordiosera. Pero algo que no pudo escapar a su mirada fue que ni el pelo hirsuto, sucio, sin peinar, ni la evidente falta de aseo de la cara lograban esconder la gran belleza del rostro de Estela. Aunque los harapos le quedaban más bien grandes, con Estela pasaba lo que con las mujeres realmente bellas de cuerpo: Como sea se adivinaba el hermoso contorno de sus formas.
 
—Otra vez te suplico que no me juzgues mal. Lo que pasó es que me hiciste recordar a alguien. Me ha dado mucho gusto conocerte y te deseo que Dios te bendiga. Adiós.
 
Don Antonio prosiguió su camino con su natural elegancia y Estela se le quedó viendo con un atolondramiento que bien podría ser también una especie de fascinación. Miró en su mano el billete y dijo en voz muy baja, que nadie oyó: “Dios lo bendiga a usted, señor bonito y bueno”.
 
Pero si ella estaba asombrada, mucho más lo estaba él, quien en la soledad de su alcoba había dicho en más de una ocasión frente a la foto de su amada: “Martha, mi vida. Daría cualquier cosa por volver a escuchar tu hermosa voz. Por sentir ese timbre único que tanto me gustó desde la primera vez que te oí hablar”.

Ese día y los que siguieron, en su auto, en su casa, en la oficina, don Antonio tenía siempre presente aquel encuentro y la joven pordiosera no se apartaba de su mente. No sólo eso, sino que comenzó a hacerse una serie de preguntas sobre la joven.

¿Cómo es posible que su voz sea idéntica a la de Martha? ¿Por qué su respuesta indignada no encajó con el de una mujer que se dedica a pedir limosna? Ella es una mujer realmente bella, ¿cómo es que de veras no le saca jugo a su belleza? Seguramente  muchos hombres la estarán deseando dispuestos a pagar bien por una noche con  una mujer tan hermosa. ¿Dónde vivirá? ¿tendrá a su madre enferma? ¿Será el sostén de sus hermanitos? ¿Será una madre soltera?

Esas y muchas otras preguntas lo agobiaban y le quitaban el sueño preguntándose confundido: “¿Por qué no me puedo quitar a esa pordiosera de la mente? Yo sé por qué, se contestaba. Es por su voz, por esa voz que quiero escuchar otra vez. No, no otra vez. ¡Mil veces más!”



 
 —Don Antonio, un señor de apellido Martínez lo busca —anunció cierta mañana la secretaria del señor Miller.
 —Gracias, Chayito. Hágalo pasar.

El señor Martínez era un hombre de unos treinta años, de esos que usted ve hoy y mañana ya se olvidó de cómo son. Alguien observador concluiría que el señor Martínez ha aprendido cómo pasar desapercibido.

 —Siéntese, señor Martínez. ¿Un cafecito? Dígame que sí para tener motivo de tomarme yo también una taza.

 —Claro que sí, señor Miller, es usted muy amable.

 Después de ordenar los cafés, don Antonio fue al grano.

 —Señor Martínez, la razón por la que me puse en contacto con su oficina de detectives privados es sencilla. Estoy seguro de que usted no me preguntará el porqué que por cierto ni yo mismo lo sé a ciencia cierta. Deseo que encuentre a una joven pordiosera que es posible que frecuente la calle Corona más o menos entre las calles Prisciliano Sánchez y López Cotilla. Sólo sé que se llama Estela, que es muy bonita —por favor no me juzgue mal— y que tiene una voz muy agradable. Cuando dé con ella, investigue todo respecto a esta joven, dónde vive, con quién, si tiene familia, qué fue lo que la orilló a pedir limosna. En fin, quiero saber todo lo que se pueda saber de ella. No será una tarea muy difícil para usted, ¿verdad?.

 —Pan comido, señor Miller. Pienso que en una semana ya tendré algo sustancial qué informarle.
 —Muy bien. Tenga este cheque para sus gastos primeros. Lo espero aquí en una semana.
 
 Exactamente a la semana casi a la misma hora la secretaria anunció al señor Martínez.
 
—Gracias, Chayito, pase por favor al señor Martínez y traiga dos capuchinos.

 Don Antonio no podía disimular el ansia que le embargaba y dijo:

 —Señor Martínez. Vamos al grano. ¿Qué averiguó?
 
—Ante todo, muy buenos días, señor Miller. El caso de Estela es muy interesante, fascinante, diría yo.
 Sacando una pequeña libreta de la bolsa del saco, el detective dijo:
 
—El nombre completo de ella es Estela Garza. Vive con una hermanita de once años allá por el rumbo de San Dionisio, en una casucha de lámina y cartón detrás de una ladrillera. La hermanita tiene nada más una pierna y además está paralítica, es decir no puede caminar y se la pasa sentada en una silla destartalada junto a la entrada de su pocilga.

 Don Antonio escucha con mucha atención y Martínez continúa:
 
—Aunque el barrio ese está infestado de delincuentes y drogadictos me llamó la atención saber que a estas chicas nadie les hace ningún daño. Don Onofre, el de la ladrillera, las protege, pero no hay realmente necesidad de eso, porque pareciera que todos allí se han comprometido a cuidar de ellas.

Por cierto, a Estela la llaman el Ángel del Barrio, apodo que se ganó porque ella se esmera por repartir cada tarde de lo que junta entre los más pobrecitos allí, sobre todo niños y ancianos. Por cierto ya me di cuenta que lo que obtiene no es cualquier cosa, Por la forma en que trata a los enfermos, todos allí piensan que ella fue antes enfermera o a la mejor doctora. Se nota que sin proponérselo ella ejerce una especie de fascinación sobre la barriada entera.

 Don Antonio escucha sin poder ocultar el asombro que le causa lo que oye.
 
—Algo muy interesante es que Estela casi no habla de su vida anterior. Lo único que se sabe es que hace como un año y medio, ella amaneció en la ladrillera con su hermanita junto a ella, con tan sólo unas cobijas viejas y un morral. Le rogó a don Onofre que le permitiera quedarse por allí prometiendo que no sería carga para nadie. Don Onofre se encargó de armar como pudo un cuartucho y desde entonces ellas han vivido allí.

Martínez mira su libreta y añade:

—Me he dado cuenta que Estela se ha hecho muy amiga de Secundina, la hija de don Onofre, que es más o menos de la misma edad, unos veintidós años, y al parecer a ella sí le cuenta muchas cosas de su vida. Mi siguiente tarea será tratar de indagar con Secundina más acerca de la joven que tanto le interesa, señor Miller. La próxima semana le diré todo lo que logre averiguar.

 —Señor Martínez, ha hecho usted un magnífico trabajo. Tenga usted este cheque que nada tiene qué ver con el pago a su oficina, la cual por cierto ya me hizo llegar el primer cobro. Entonces, ¿lo espero aquí la próxima semana?...

 Después de que Martínez abandonó la oficina, el señor Miller se recostó en su reclinador y se puso a meditar en todo lo que había oído. “No cabe duda de que Estela es una joven muy interesante. Necesito escuchar su voz de nuevo. Quiero verla. ¡Necesito verla!”.  De un salto dejó la silla y poniéndose el saco salió.

 —Hola, Estela, ¿cómo está usted hoy?
 Estela se alegró de ver a su benefactor al mismo tiempo que se asombró de que le hablara “de usted”.
 —Buenos días, señor —dijo sonriendo en forma encantadora— Todavía no salgo de mi asombro por su generosidad del otro día.

 —No fue nada. Y no me diga “señor”. Yo me llamo Antonio Miller y todo mundo me dice don Antonio. ¿Sabe una cosa, Estela? Tengo mucho miedo de que  piense que me quiero aprovechar de usted y que ya no quiera platicar más. Pero sepa que aunque me ha ido bien en la vida, siempre he creído que todos, ricos y pobres, deberían esforzarse por interesarse unos por otros y cultivar una amistad sincera. Con decirle que considero mi mejor amigo a mi jardinero.
 
Ella lo miró con ternura y le contestó:

 —No sé qué decir. Nunca he conocido a alguien  como usted, aunque le confieso que sus palabras me hicieron recordar a mi papá. Pero aunque le agradezco lo que dice, yo sé que uno debe conservar las distancias. Le deseo que Dios lo bendiga. Debo irme a seguir en lo mío.
 
—¡Espere, Estela! ¿Qué no me va a permitir que le ofrezca un billetito? Yo sé que usted lo necesita y a mí no me hace falta. Tenga, recíbalo por favor.

Ella recibió el donativo con un dejo de vergüenza diciendo:  “Gracias, señor. Dios premiará su bondad”.

A ella le pasa por un instante por la mente el pensamiento de que es raro que sienta vergüenza siendo que ésta ya hace tiempo que la abandonó. La voz de don Antonio la vuelve a la realidad:

—No me diga “señor”. Dígame don Antonio. Al fin que ya nos estamos haciendo amigos, ¿no? —le dice sonriendo.

 Ella sonríe también y él dice:

—Además tengo una pregunta que hacerle, Estela. No se ofenda… Cómo le diré?... Dígame. ¿Cómo es que usted se expresa con un español tan correcto siendo que se dedica a… —se detiene en seco con una expresión de vergüenza en el rostro— Perdóneme, no sé lo que estoy diciendo. Por favor no se ofenda…

—No, don Antonio, ¿por qué habría de ofenderme? Ya sé que me dedico a mendigar.

Los dos se quedan en silencio sin darse cuenta que los transeúntes se asombran un poco al ver conversar en la banqueta a un hombre muy bien vestido con una pordiosera desarrapada.

—Por otro lado —dice ella— no alcanzo a ver qué puede tener mi forma de expresarme que le llame la atención… Debo irme ahora. Que tenga un buen día, don Antonio. Muchas gracias por su ayuda. Dios lo bendiga.

Estela le ofrece su sonrisa encantadora y se aleja.

Don Antonio se queda como alelado. Finalmente comienza el regreso a su oficina muy pensativo.

Piensa: “¿Cuándo la volveré a ver?” y al meditar en la pregunta se azora consigo mismo.
Estela camina por un ratito de prisa, y luego, sin quererlo, aminora el paso. Se detiene ante una vitrina pero no mira nada. Lo que hace es pensar: “¿Cuándo lo volveré a ver?” Y pensando en la pregunta, se asusta.
 



 
Don Antonio, acompañado de Martínez, no pudo esconder su tristeza al mirar aquel cuadro mañanero desde una colina de las que están conformadas por una tierra rojiza muy propia para hacer ladrillos. Allá abajo estaban las torres de cuadros de barro que los ladrilleros acomodan formando cuevas en ellas donde estará el combustible, que puede ser leña, para cocer esos cuadros que se convertirán en ladrillos. A la izquierda unas telas viejas que cubrían la entrada de un mal llamado cuarto que ni a cuartucho llegaba, se abrieron y salió Estela quien se dirigió a un bote de plástico para pintura que contenía agua. Como pudo, se lavó la cara y el cabello y entró de nuevo a la casucha de lámina de cartón y de cartón.

Poco después, como pudo cargó con su hermanita hasta el agua para lavarla y peinarla. La sentó en su silla desvencijada junto a la entrada y entró nuevamente. No mucho después trajo un plato con algo de comer y una taza que tal vez contenía café y ayudó a la hermanita a desayunar.  Estela entró nuevamente y no mucho después salió vestida con harapos y después de decirle algo a su hermana y besarla se alejó. Don Antonio y Martínez se asombraron al ver que Estela tomó del suelo un puñado de tierra y se ensució el pelo y la cara.

 —Gracias, señor Martínez, por traerme aquí. Volvamos a la oficina y mientras, vaya diciéndome algo que haya averiguado.
 
Ya en el auto, Martínez da su informe:

—Estela no siempre ha vivido así. En realidad esta vida se remonta a menos de dos años. No sé todos los detalles, pero ella era una universitaria, cuando su padre, un doctor, tuvo un terrible accidente aéreo donde él y su esposa perdieron la vida: Tal vez usted recuerda el accidente de hace un par de años cuando un avión que venía de Monterrey se estrelló no lejos de esta ciudad. Con ellos viajaba la niña que sobrevivió pero  perdió una piernita y la otra le quedó destrozada. Al parecer, ciertos asuntos chuecos, cosas de abogados y parientes perversos, dejaron a las chicas en la más terrible miseria. La familia Garza vivía en Monterrey. Después de haber probado una y otra ocupación, Estela se vino con su hermanita a Guadalajara y desde el primer momento de su llegada comenzó a mendigar. No mucho después se instaló junto a la ladrillera.
 


 —¡Don Antonio! ¿Por qué anda en esas fachas?
 —Déjeme explicarle, Estela. Y no me lo tome a mal. Se podría decir que este es un disfraz para poder platicar con usted y que se sienta a gusto, casi como si fuéramos dos colegas. Mire: ¡Ya hasta me dieron cinco pesos! Así podremos sentarnos por allí, pues me gusta mucho escucharla hablar.
 
Estela sonrió y dijo algo extraño:
 —Ahora somos dos disfrazados.
 —¿Qué dice?
 —Nada, nada. Perdóneme, no sé lo que qué estoy diciendo. —y no sabiendo como cambiar la plática dice—  A mí también me gusta platicar con usted…
 —La invito a desayunar por allí. ¿Vamos?
 
Se instalan en una mesa de una humilde fonda y mientras desayunan don Antonio piensa. “Caray, ni en el Sanborns he desayunado algo tan delicioso”.
 
—Estela, usted habla como una mujer educada que fue a la universidad. ¿Estoy en lo cierto?
—Así es. No me faltaba mucho para terminar mi carrera de medicina cuando mi vida se derrumbó. —Sonríe y añade: ¡Y ahora soy una muy buena y próspera pordiosera!
 —¿Por qué no trabaja en algo diferente, más acorde con sus estudios? No solamente está educada, sino que además es usted muy hermosa. Creo que su presencia adornaría cualquier oficina.
 —Mire, don Antonio —dice ella mientras en forma graciosa levanta su taza de café, después de un momento de silencio—: No creo perder nada si le abro un poco mi corazón. Y aunque le parezca extraño lo que le voy a decir, espero que me comprenda: Ya traté de dedicarme a algo mejor y no me funcionó muy bien. Meditando en lo que me pasaba, por un lado descubrí que me siento muy bien entre los más humildes y por otro lado antes había leído que hay en este mundo pordioseros que ganan más que cualquier secretario y hasta más que muchos profesionistas.  Quise experimentar y efectivamente así es.

 Don Antonio se queda observándola sopesando lo que acaba de escuchar. Luego dice:
 
—Sus palabras me recordaron una película mexicana ya muy vieja que trataba de un pordiosero que era muy rico y vivía una doble vida.
 —La conozco. Se titula “Dios se lo pague”.
 —De manera que debo pensar que usted es rica como el pordiosero de la película…
 Estela se rió por primera vez, dejando ver una dentadura perfecta, y dijo:
 —No, don Antonio. Si usted supiera donde vivo… Sin entrar en detalles solamente diré que todo lo que me dan lo gasto y por favor no me pregunte en qué.

 Don Antonio se ha quedado absorto. No, no necesita preguntar. Aunque desea mucho estar mirando a su bella acompañante, prefiere mirar su taza. Y piensa: “Definitivamente me estoy enamorando de ella. Qué linda, que inteligente, qué bondadosa”.

Estela aprovecha que él no la mira y lo observa detenidamente. Y piensa: “Qué guapo es. Me imagino que tendrá unos cuarenta años de edad. Cómo me gustaría saber más de su vida. Cómo me siento bien a su lado. Esto no me había pasado antes con nadie. ¿Me estoy enamorando? ¡Sí! Pero qué estupidez la mía”.

 Don Antonio vuelve a la realidad cuando ella se levanta y dice:

 —Debo irme a lo mío. Muchas gracias por el desayuno y por su plática. Me he sentido muy bien.
 —¿Le gustaría que en una semana nos veamos aquí para seguir platicando? Aunque tengo miedo decir lo que no debo, le pido que me crea que hace años enteros que no había disfrutado tanto como ahora en esta mesa con usted.

 La mira esperanzado esperando su respuesta. Ella lo mira detenidamente por un momento y sonriendo dice:

 —Acepto con mucho gusto. ¿Le parece bien que la próxima semana vengamos disfrazados de otra manera? Usted de empleado de fábrica y yo de empleada de cualquier tienda.
 
Don Antonio se ríe de buena gana, mientras se pone de pie:
 —Me parece muy bien. Oiga, Estela, a mí también me pasó algo triste que me gustaría que usted lo escuchara. ¿Quiere que se lo cuente la próxima semana?
 —¿Algo triste? Sí, don Antonio. Sí quiero saber qué le pasó.
 —Estela... —dice don Antonio, sacando su billetera— permítame…
 —No don Antonio. Después de lo que le dije, jamás aceptaré ni un centavo de usted. Espero que me comprenda.
 —Creo que sí. Bien, no se le olvide que un cuarentón y una linda chica de la clase trabajadora tienen una cita aquí la próxima semana.
 —¿Una cita? ¿No se oye algo extraño? Pero está bien —dice con una sonrisa—. No se le vaya a olvidar nuestra cita.
 Cada uno por su camino van alegres e ilusionados.
 



 
 La mesera se asombra al ver entrar a la pareja. Esta segura de que se trata de los pordioseros del otro día. “Deben dedicarse a la actuación, ¿qué más podría ser?”
 —¿Lo mismo del otro día? —pregunta y sus dos clientes se ríen.
 —Lo mismo, pero antes de todo traiga dos tazas de café —dice don Antonio.
 —Don Antonio… —comienza ella a decir, pero él la interrumpe.
 —Durante toda la semana he estado pensando que no me gusta que me diga “don Antonio”, desde ahora para usted soy Antonio.

Ella sonríe y dice: “Como usted quiera… Antonio”.  Muy limpia de la cara, aunque sin el más mínimo maquillaje, Estela está realmente linda. La felicidad que la embarga hace que su belleza se acreciente. .
 
Esa mañana, mientras ella lo escucha con gran tención, él le cuenta todo, quién es y cómo fue que perdió a su esposa. Estela lo mira con ternura y dice:

—¿Sabe una cosa, Antonio? Hay algo en nuestro pasado que nos identifica mucho.
 Ahora ella ha llegado a saberlo todo, incluido lo del buen trabajo de Martínez, Ella acepta de buena gana que él extienda su brazo a través de la mesa y le tome la mano.
 



 —Buenas tardes, don Onofre —dijo Estela.
 —Estelita, qué gusto me da cada vez que viene a visitarnos y a traer su fiel ayuda a los vecinos. ¿Para dónde se mudó?
 —No le puedo decir —dijo la harapienta Estela. Pero sepa que siempre vendré a visitarlos a todos ustedes.

 Después de recorrer el vecindario, el Ángel del Barrio se fue mientras caía la noche. Unas cuadras más allá subió a su auto .y se dirigió a su hermosa casa.

 —¡Ya llegué, cariño! —gritó Estela mientras se iba despojando de sus harapos rumbo a la recámara.

Por el ventanal se ve a una chiquilla que chapucea en la bien iluminada alberca mientras un señor con facha de jardinero la vigila desde la orilla.
 
 Don Antonio se estremece de gusto al escuchar esa voz tan querida y ansiada. Recibe un dulce beso de la hermosa joven, quién le dice:

 —Que grandiosa idea tuviste. Todos en el barrio creen que sigo siendo la pordiosera que reparte con ellos lo que junta. Lástima que no les puedo hablar de la generosidad de mi amado esposo. ¡Cuánta felicidad me has dado!

Y le da otro beso.

¡Puedes compartir esta lectura con tus amigos!
Sólo pásales esta dirección:
www.lecturasparacompartir.com/cuentos/lapordiosera.html

¿Te gustó este artículo?
¡¡Envíale un aplauso al que lo compartió!!
¿Que te pareció este artículo?
¡Aplausos! ¡Aplausos! ¡Excelente!
¡Está bien!
Perdóname, pero me aburrí un poco.
¿porqué no te pones mejor a ver la televisión?
Tu mail: 

Comentarios:


Gracias por tu participación y tomarte un minuto para mandar tu mensaje,
así contribuyes al mantenimiento de esta página.
Lecturas para compartir.  Club de lectura y amistad.  www.lecturasparacompartir.com