LA EJECUCION DE MANUEL GALLARDO
(Escrito por nuestro amigo Jorge Guerrero)
Mi amigo Pedro Castañeda, hijo de padres mexicanos ha vivido en Conroe, Texas, U. S. A. toda su vida. Por azares de la vida vino a ser un empleado de la prisión de Huntsville, Texas, donde se realizan las ejecuciones de los criminales tejanos condenados a muerte. En realidad Huntsville tiene siete prisiones. Se dice que uno de cada cuatro habitantes de la ciudad vive tras las rejas.

Por mi parte, yo me dediqué al periodismo. Aunque nunca he llegado a obtener real notoriedad, un par de reconocimientos y ciertos privilegios en mi periódico el HoustonChronicle me hacen saber que no estoy haciendo las cosas tan mal. Muchos de mis trabajos tienen relación con lo que pasa en mi comunidad étnica.

Yo también vivo en Conroe, que está más o menos entre Houston y Huntsville. Aunque todo día hábil tenemos que conducir unos 45 minutos él hacia el norte yo hacia el sur, nos gusta vivir allí ya que se trata de una ciudad relativamente tranquila y con unos paisajes realmente bellos. En realidad toda la región al norte de Houston es muy bonita.

Por correr la fama de que es muy macho, hace años mi amigo fue llamado a tomar parte en el equipo de empleados que realizan las ejecuciones. Eso le ha afectado. Su mujer ha notado que cuando se acerca el día de una ejecución Pedro se torna taciturno y callado. No que él haya participado en muchas ejecuciones, pero tampoco pocas ya que es bien sabido que Huntsville es la primera ciudad de todo el mundo en cuestión de ejecuciones de criminales.

Pedro es mi amigo desde la High School cuando se destacó como jugador de football con sus más de seis pies de altura. Aunque no tan alto como él, yo también jugaba y nos hicimos muy cuates ya que éramos los únicos hispanos en el equipo. Nuestra amistad ha perdurado a través de los años, aunque debo confesar que mi tranquilidad habitual se esfuma cuando estoy con él. Su forma de mirar y hasta de reírse me dan la impresión de que no está bien de la cabeza. Cuando estamos por allí platicando, a veces se queda callado y con la mirada perdida por minutos enteros que a mí me parecen eternos. Pedro no era así, pero desde hace ya muchos años, tal vez quince, comenzó a cambiar. Mi amigo es un tipo extraño, pero soy uno de sus poquísimos amigos y seguiré soportándolo hasta la muerte.

No hace mucho estábamos en la sala de su casa, mientras nuestras viejas preparaban la cena en la cocina. La conversación se desvió al tema de un mexicano que va a ser ejecutado por la muerte de tres mujeres blancas que fueron encontradas descuartizadas en un callejón de uno de los barrios de Houston. Eso sucedió hace unos catorce años y habiéndosele agotado las apelaciones se ha señalado la fecha de su muerte. Aunque sus abogados tienen una serie de recursos, basándome en lo que sucede en estos casos yo podría apostar que a este halcón enjaulado no le queda ni un mes de vida.

-Cómo tú sabes, he seguido muy de cerca este caso- le dije a Pedro. -Ciertos detalles siempre me han hecho pensar que Manuel Gallardo no fue el autor de los asesinatos. ¿No te acuerdas que meses después de su captura otras dos mujeres murieron en las mismas circunstancias por el mismo rumbo?

-Sí. Lo recuerdo muy bien.

-Nunca se encontró al asesino. Para mí que tus patrones se lo están escabechando a sabiendas de que es inocente. En este cochino país nosotros los cafés pagamos el pato por las ineptitudes de los blancos.

-Tal vez tengas razón. Por cierto, parece que yo seré uno de los que le administren las drogas mortales.

-¿Y cómo te sientes en esta ocasión en que se trata de un mexicano al que mandarás a la muerte?

Pedro se me quedó viendo fijamente en esa forma extraña que me pone nervioso y me dijo.

-Este condenado me interesa personalmente, René, pero no por ser mexicano, aunque no me preguntes por qué.

Luego se quedó como tieso por algunos minutos mirando hacia la pared. Cuando salió de su trance me echó otra de sus miradas y me dijo.

-Oye, tú eres mi cuate, pero no me conoces. Si supieras en realidad quién soy yo...

En eso las señoras y el aroma de los tacos nos llamaron y se acabó la plática. “¿Cómo que no lo conozco”, pensé mientras me sentaba a la mesa. “Si hay alguien que lo conoce, ese soy yo. Aunque viéndolo bien...”
Por fin ha llegado la fecha de la ejecución de Manuel Gallardo, alias “el Halcón”. He llegado a conocerlo desde que lo detuvieron por las muertes de las tres mujeres. Recuerdo que el seguimiento de su juicio fue una de mis primeras asignaciones importantes en el periódico.

El pasado de Gallardo no era tan negro, pero tampoco estamos hablando de un angelito. Un robo a una tienda de conveniencia durante una juerga con sus amigos. Miembro de una ganga o pandilla y muchas peleas con otras pandillas. Moreno claro, cabello ondulado un poco largo, atlético, no muy alto, bien parecido. Yo creo que la mirada desafiante fue una de las cosas que no le gustaron al jurado que se componía de blancos y negros y solamente un hispano. Las tres mujeres en el jurado eran blancas. Nunca entendí por qué el abogado que le designaron, blanco también, aceptó un jurado tan a las luces contrario a la causa de su defendido.

Lo detuvieron a unas cuadras del sitio del crimen mientras corría. El siempre sostuvo que corría simplemente porque había comenzado a llover y quería llegar a su casa pronto. En efecto, esa noche cayó un aguacero muy fuerte. Su novia testificó que él había estado con ella afuera de su casa y que Manuel se despidió cuando se oyeron los primeros truenos.

Varios testigos dijeron que el asesino tenía trazas de mexicano, pero que era mucho más alto y fornido que el acusado y que además la chamarra que traía, con una águila en la espalda, no correspondía a la ropa de Gallardo

La fiscalía argumentó que el pajarraco de la chamarra tenía que ver con el apodo del pandillero. Un argumento que podía dar risa. ¿Qué el fiscal no sabía distinguir entre un halcón y un águila? En esos años de la década de los ochentas esas chamarras estaban muy de moda; recuerdo que hasta mi amigo Pedro tenía una.

Pero con todo y las debilidades de los argumentos de la fiscalía, el jurado no necesitó más que cinco horas para encontrar a Manuel culpable de triple asesinato. La gravedad del crimen, y el hecho de que una de las víctimas era una joven embarazada justificó la pena de muerte.

Tal como me lo imaginaba, mi periódico me escogió para estar presente en la ejecución de Gallardo y escribir mis impresiones. Creo que fui escogido por mi especialidad en asuntos relacionados con hispanos y porque yo tuve a mi cargo el seguimiento de este caso allá por 1987. Como es sabido la ley de Texas requiere que entre los testigos de las ejecuciones la prensa tejana esté representada y ¿quién puede negar que el Chronicle es un diario muy prestigioso en esta nación?

Cuando llegué esta tarde a Huntsville junto con un colega de la Associated Press a quien pedí que me trajera, nos llamó la atención que a nadie parece interesarle la ejecución. Pronto comprendí por qué. Tan sólo en el año 2000 Texas ejecutó a 40 criminales. ¡Casi uno por semana, en promedio!

El edificio de las ejecuciones, llamado The Walls Unit está en el centro de la ciudad. Por cierto que la prisión de los condenados a muerte no está en Huntsville sino en Livingston, unas cuarenta millas al este. Manuel Gallardo fue traído de allá esta mañana y puesto en una pequeña celda junto a la cámara de ejecuciones. No pude menos que pensar que mientras que mi colega y yo nos encaminamos a la Unidad Walls, él prisionero debe estar en su celda escuchando las palabras de ánimo del capellán de la prisión.

Son cerca de las seis de la tarde y estamos esperando fuera de la sala de testigos. Muy cerca de mí está la familia de Gallardo. Una familia bonita muy diferente a lo que uno se imagina que puede ser la familia de un asesino. Los dos hermanos de Manuel en sus treintas están impecablemente vestidos. ¿Será la hermana del condenado esa joven con una belleza muy mexicana? No parece haber ningún señor Gallardo. La que debe ser la madre me causa mucha lástima. Debe haber sido muy hermosa en su juventud, pero ahora se ve muy acabada. Parece que se desmayará en cualquier momento aunque sus hijos la sostienen. Todos ellos, se esfuerzan por mostrar una digna compostura pero no lo logran al no poder contener las lágrimas silenciosas.

Veo mi reloj que marca las seis de la tarde en punto. Yo sé lo que está sucediendo muy cerca de allí pues mi amigo me ha explicado varias veces los pormenores de las ejecuciones. En este momento el condenado está siendo conducido desde su celda a la cámara donde será enseguida colocado boca arriba en una especie de cama alta. El capellán no se separará de él ni por un momento. Creo que ahora unos empleados lo están atando a la cama con unas correas de cuero. Seguimos esperando.

Ahora son las seis y cinco Ya deben haberle colocado unas agujas IV en sus dos antebrazos a las que enseguida unirán unas mangueritas que vienen desde el cuarto contiguo donde están mi amigo Pedro y sus compañeros.

Mis pensamientos van de lo que recuerdo del crimen y el juicio hasta mi amigo que muy cerca de allí está recibiendo las instrucciones de cuál de los fluidos le tocará administrar en esta ocasión. De allí mis pensamientos van hasta la pobre familia que está tan cerca.

Hay otra salita para más testigos y en la que estarán los familiares de las víctimas. Las leyes han determinado que en estos casos las dos familias estén separadas y que no lleguen ni siquiera a verse la una a la otra.

No puedo dejar de pensar en las extrañas palabras de mi amigo en la sala de su casa unas semanas atrás. ¿Qué me quiso decir? ¿Por qué las dijo precisamente cuando hablábamos de este preso y de esta ejecución? ¿Por qué tampoco puedo evitar pensar que estoy a punto de presenciar la ejecución de un inocente? ¿O será culpable? ¿Qué habrá en las almas de estas dos mujeres, la hermana y la madre del reo?

Por fin llega el momento en que un guardia nos señala que entremos en la salita. Veo mi reloj. Son las seis y ocho. Nos sentamos. Solo un pequeño ventanal de cristal nos separa del reo, acostado en su cama, queriendo voltear a ver a los suyos. La señora Gallardo comienza a gemir desesperada. Cómo no, si muy cerca de ella está su amado hijo en sus últimos minutos de vida.

El guardia pregunta al condenado a muerte si tiene unas últimas palabras: Manuel asiente con la cabeza y comienza a hablar ante un micrófono suspendido frente a su rostro. Un silencio sepulcral es el marco perfecto para la voz clara aunque un poco quebrada del reo:

“Quiero agradecer a mi familia por todo el cariño y el apoyo que me ha dado... Gracias Carlos, por haber sido un gran hermano. Tú, Ramiro, cuida mucho tu salud porque tus hijos te necesitan. Y tú, hermanita querida, cuida mucho a nuestra madre que tan buena ha sido con nosotros.... Siempre has sido una buena hija, Margarita; sigue siendo igual... Dicen que muchos condenados incluyen en sus últimas palabras un ruego de perdón a los familiares de las víctimas. Aunque me duele mucho lo que les pasa a ustedes, miembros de las familias Hawkins y Williams, de nada tengo que pedirles perdón porque repito en este momento en que de nada me serviría mentir, que yo no maté a nadie...”

Mamá, quiero que sepa que reconozco que la hice sufrir mucho en mi juventud porque fui malo y desobediente, por lo que le pido su perdón. Mamacita linda: pongo por testigo a ese Dios que usted me inculcó cuando niño de que soy inocente. Sepa que su hijo muere con la conciencia tranquila. La amo, mamita linda. Los amo a todos”. El pequeño discurso ha durado poco más de dos minutos.

Una señal casi imperceptible del guardia que está a la cabecera de la camilla indica a Pedro y los otros a través de una ventana-espejo que ha llegado el momento de comenzar a administrar los fluidos. En cuestión de segundos una fuerte dosis de pentatol sódico hace dormir profundamente al prisionero.

Después de una espera de unos veinte segundos el segundo fluido llega al cuerpo de Manuel a través de la manguera. Pedro me ha explicado que es un relajante de músculos que a la vez causa el colapso del diafragma y los pulmones. El moribundo aspira profundamente como queriendo tomar todo el aire posible. Momentos después llega hasta el cuerpo del reo el tercer fluido que casi inmediatamente hace que su corazón se detenga. El cuerpo queda totalmente inmóvil. Manuel Gallardo ha muerto. Los entendidos afirman que la muerte por inyección letal no causa ningún dolor físico.

Un médico espera pacientemente a que pasen tres minutos y entonces procede a tomar el pulso del que ya no lo tiene. Luego pone su estetoscopio en el pecho de Manuel. Enseguida examina los ojos del prisionero con una linternita. Con mucha parsimonia ve su reloj y dice que en ese preciso momento está dando por muerto al ejecutado. El guardia repite sus palabras a través del micrófono. Son las seis y 24 minutos más veinte segundos. Un golpe seco se escucha y nos damos cuenta que la señora Gallardo ha caído al piso desmayada.

Yo no quiero permanecer allí ni un momento más y me salgo con las piernas temblando y con una sensación de tristeza y desesperación que a nadie le deseo.

De acuerdo a lo planeado, estoy esperando a Pedro para viajar juntos a Conroe. Por fin, cuando el día comenzar a dar paso a la noche, lo veo salir, más sonriente de lo que yo esperaría dadas las circunstancias. Al abrir la portezuela de su auto me dice: “Por fin todo ha terminado. Debemos festejar, mi estimado René”.

¿Festejar? ¡Ha dicho festejar! Debe sentirse aliviado después de haber terminado su fea tarea de enviar a un semejante al otro mundo, pienso. Y pienso, y sigo pensando, mientras avanzamos las primeras millas, silenciosos los dos.

Mi amigo de toda la vida casi se sale de la carretera cuando de repente, le pregunto:

-Oye Pedro, ¿y qué fue de aquella chamarra tuya que tenía un águila bordada en la espalda?

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