DONDE LA REINA NOS MIRA
(escrito por nuestra amiga Aliciamaría Treviño)
Si los gatos hablaran dirían como Flaubert que “hay que vivir como burgués pero conservar una mente aventurera”.

Bauticé con el nombre de Reina a una gata siamesa que un día apareció en nuestra casa.  Sus movimientos cadenciosos y un aire de olímpica indiferencia me lo sugirieron.  Era francamente elegante, de pelaje café claro, cabeza, patas y cola negra pero lo impresionante del conjunto eran sus enormes ojos celestes que lo observaban todo fijamente.

Mi marido y yo vivíamos en una vieja casona que perteneció a mis abuelos donde el mobiliario y todo lo que ahí había databa de muchos años atrás dándole el ambiente triste y solemne al que nunca me acostumbré.

Nuestros dos hijos varones se habían casado y vivían con sus familias en ciudades lejanas a la nuestra, por lo que la soledad y el desamparo se iban ahondando inevitablemente.

Durante años había intentado mantener la alegría en que vivíamos mientras los muchachos estaban con nosotros, pero, cansada de la inutilidad del esfuerzo, me fui resignando a la realidad en que el distanciamiento de nuestros cuerpos iba apoderándose también de nuestros sentimientos.

El viento que agitaba las cortinas de nuestra recámara, casi siempre vacía era tibio comparado con el que emanaba de nosotros mismos.

Como una fuerza invisible nos mantuviera inmóviles permanecíamos frente al aparato televisor cambiando de vez  en cuando una opinión siempre en desacuerdo, hasta que ofendida por tanta indiferencia me alejaba con algún pretexto.

Pero la Reina hizo el milagro y la rutina cambió.  Mi marido le dirigía frases tiernas y tenía muchas consideraciones con ella, cuidando de que se alimentara bien y siempre  estuviera cómoda y protegida.   Yo, que había perdido la esperanza de que él  volviera a tener conmigo las ternezas de antaño, observé cómo la mantenía en su regazo por largas horas atreviéndose a interrumpir sus eternas siestas solo en el caso de que ella así lo determinara.

Sin saber cómo ni por qué le fui tomando aversión a la gata que stotalmente indiferente  a las extrañas turbulencias anímicas que iba provocando en mí, buscaba siempre el lugar más cómodo de toda la casa que solía ser el regazo o el sillón favorito de su amo.

Cierta mañana que para variar no encontré en el refrigerador algunos bicadillos que ingería por prescripción médica tomé una decisión que bullía en mi mente de tiempo atrás:  debía eliminar a la Reina  en alguna forma siniestra en la que no apareciera involucrada y disfrutar yo sola del nuevo aliento que se había  despertado en mi marido y al que creía ser merecedora.

Un terreno baldío a un lado de nuestra casa me sugirió la idea.  La maleza estaba crecida y el paraje tan abandonado que cualquier acción que allí se desarrollara pasaría inadvertida.   Pero,  era bien sabido  que los gatos caen ilesos  aún de grandes alturas por lo que tuve  un momento de indecisión.

Casualmente por aquellos días la Reina dio muestras de inactividad.  Permanecía horas enteras inmóvil sobre las bardas y no quería comer ni reaccionaba ante ningún estímulo o caricia.  Sus delgadas pupilas adquirían redondeces inexplicables y su ancestral terror del agua había desaparecido y se aproximaba a las llaves que gotearan y recipientes con líquidos como queriendo calmar algún ardor que la consumía interiormente..

No creyéndolo ya necesario, aplacé mi proyecto, pero al notar que la gata parecía mejorar, una tarde de fina llovizna y viento helado con los que el invierno anunciaba su proximidad, subí a la azotea con la Reina  en los brazos y la arrojé al vacío alcanzando a escuchar un leve quejido al  desprenderse de mis manos.

En las horas que siguieron, juzgué exagerado mi temor de asomarme al sitio en que supuestamente había caído,  pero en cuanto el clima lo permitió,  observé desde los balcones la vegetación abundante entre la que el cuerpecillo húmedo de la gata, quien permanecía sentada con la misma actitud  contemplativa de los días anteriores.

Mi marido preocupado e inquieto por la desaparición de su mascota, volvió a su ausente indiferencia ante el televisor más pronto de lo que supuse.

La casa pareció otra vez demasiado espaciosa como después de que se fueron los muchachos y yo pretendí que nada había pasado,  pero,  la escena de la azotea volvía insistentemente a mi memoria una y otra vez con lujo de detalles y sonidos.

Varias veces creí escuchar los quejidos apagados de la Reina al caer y veía la sombra de su perfil en pisos y paredes.  Un día barría las hojas secas del jardín,  un gato se cruzó en mi camino provocándome un desvanecimiento que interrumpí milagrosamente.

Tuve que aceptar que la Reina seguía imponiendo su recuerdo con la misma fuerza que su tibia presencia,  y lo noté también en la mirada de reproche de mi marido cuando preguntaba una y otra vez  si había visto por ahí a la Reina.  Una sensación de remordimiento me invadió puesto que el animalito,  después de todo,  no me había hecho ningún daño y sí buscaba con frecuencia el abrigo de mi protección.

Pasaron los días en los que pude resistir la tentación de observar disimuladamente el obscuro hueco donde el cuerpo de la Reina parecía diluírse.  Nada impidió que mi curiosidad  me llevara a constatar por qué aquel sitio parecía haberse convertido en la boca de un túnel sin salida.

Un atardecer en que  las primeras sombras de la noche envolvían el ambiente, decidí indagar qué estaba pasando en el último refugio de la gata.  Sentí que se  me detenía  la respiración cuando alcancé a ver entre la obscuridad los ojos claros de la Reina que me observaban como inviándome a acercarme.

-¿A dónde vas?  Me preguntó mi esposo cuando me ditigí s la puerta de la entrada principal.  No sabiendo  qué explicación momentánea darle,  contesté:

- Allá donde la Reina nos mira y salí para siempre de aquella casa.

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