BUENA NUEVA
(Escrito por nuestra amiga Aurora García)
A pasos lentos se acerco a la ventana.  Su cuerpo pleno gozaba de madurez.  No era tipo de cuerpo que se anuncia en televisión y en las revistas, sino algo que ya rebasaba los deseos de la gente que opina, de los hombres a quien quiso y de ella misma.  Al caminar se sentía libre, fuerte, completa y sin ganas de complacer a nadie.  Y pensar que algún día sintió que nunca llegaría a sentirse cómoda en su propio pellejo, pero sus prioridades habían cambiado.  Encendió un incienso, puso uno de sus discos preferidos y se dispuso a esperar.  No era una espera de impaciencia sino de serenidad, y de seguridad en que aquella persona a quien esperaba llegaría.  Mientras tanto se dedicó a relajarse y de tanto pensar logró llegar a un estado casi hipnótico.  Era tan agradable, saberse conciente y a la vez divagar y lograr ver aquel día como si todo sucediera por primera vez.

Caminaba apresurada y un poquito sudorosa.  Los tacones altos que llevaba no eran los más cómodos que poseía, y sin embargo la hacían ver muy bien.  Maldijo los tacones, de la misma manera que uno maldice el tráfico, las largas colas o la gente grosera.  Pensó en la ropa que tendría que poner a lavar en cuanto sus incómodos tacones pisaran su apartamento y en no olvidarse de pasar al correo a comprar estampillas.  Por lo pronto había logrado ordenar una ensalada con camarones y un agua mineral en el pequeño restaurante ubicado cerca de su empleo.  Había visto a ese hombre antes en otro lugar, ¿pero dónde?  Él, con calma se sentó justo en la mesita de enfrente y se dispuso a hablar por su celular.  Cosa que ella, en su enemistad con los teléfonos celulares, repudió.  Pensó que era un fantoche, que no tenia nada que decirle a la persona del otro lado de la línea, pero que aun aprovechaba el hecho de tener un celular, porque estaban de moda.  Él se equivocó, como lo hace tanta gente en sus primeras impresiones.  Pensó que la mujer que tenía enfrente era algo estirada, que a pesar de haberla notado antes en aquel lugar, tal vez ella ni en el mundo lo hacía.  Pensó que no hablaría con extraños, que quizás era casada y que era callada y fría.  Ella notó que el tipo del celular la observaba y a la vez sintió el alivio de por fin estar sentada descansando sus pies.  Movió sus deditos en el interior del zapato, y en ese momento pensó que no había placer mas grande.  Sin darse cuenta, al rememorar esto, recostada en el sofá, movía los dedos de igual manera.  Y casi puedo asegurar que de igual manera se ruborizó, como cuando él se dio cuenta que ella sacaba un pie del zapato para revisar que tan dañado estaba el asunto.  Ella sintió pena y rabia.  ¿No podría ocuparse en su celular en lugar de estar viendo lo que no le importaba?  Y él, no pudo mas que sonreír, y olvidar, por esos minutos la pena que le aquejaba.

Después de sentirse vigilada y avergonzada, ella no pudo evitar notar que el hombre era bien parecido.  Pensó que tendría un carro bueno, que no platicaba de nada en serio, que tendría varias admiradoras y que era un arrogante.  Cuando tuvo frente a ella su ensalada con camarones, no pudo sino concentrarse en eso.  Tenía hambre, y no sabía cuánta hasta que comenzó a comer.  Afortunadamente le sirvieron unos trozos de pan, los cuales devoró sin mantequilla.  Y fue en ese momento, cuando ella alegremente comía, que él se acercó con una pena que ella interpretó como descaro.  Él le preguntó si podían compartir la mesa.  Ella con la ofuscación de no saber ni que responder, dijo que si.  Comenzaron por presentarse, después vinieron las interrogaciones, ¿dónde trabajas?, te he visto aquí antes, ¿tienes perro?  Y antes de que cualquiera de los dos pudiera enterarse, hablaban de cosas digamos mas personales.  Tampoco supieron a que hora cambio la percepción que tenía el uno del otro.  Y descubrieron que todo lo que se habían imaginado era falso.

Así cómo todo sucede por una razón y cómo nada es coincidencia, así ellos se sintieron afines, como si algún día se tuvieran que haber topado.  Así, con toda esa confianza, se contaron tantas cosas.  Incluyendo el mal que a él afligía.  Si él no le contara su enfermedad sería como escapar de una realidad que lo perseguía.  Y no tuvo más que confiarle que padecía leucemia y buscaba un donante de medula ósea.  Ella sintió, pensó, más bien no sintió ni pensó, quiso que aquello no fuera verdad.  Él supuso que ella sabría bastante al respecto, pero se equivocaba.  Tuvo que comenzar por educarla.  Contarle como comenzó todo, que sucedió de la noche a la mañana, que él se había alimentado bien y era un excelente deportista.  Que de niño fue muy activo y saludable.  Que el tratamiento era doloroso y caro.  Que por pequeños momentos se olvidaba de todo y que también tenía miedo, mucho miedo.  Ella lo escuchó atenta, con la boca abierta y los ojos llorosos.  Y se enteró sobre los moretones por todo el cuerpo, sobre la debilidad, sobre el daño emocional de él y cuantos lo querían.  Fue hasta después de esta plática, que ella se enteró que el cabello que inicialmente le atrajo no era más que un bisoñé de buena calidad ya que el tratamiento de quimioterapia lo había dejado sin cabello.

Lograron en unos días de compartir su almuerzo y llamadas telefónicas nocturnas, aprender más el uno del otro.  Y ella por su parte, aprendía más sobre la enfermedad.  Platicaron de tantas y tantas cosas y eran tan afines que se completaban las frases mutuamente.  Uno de todos esos días, mientras reían por cualquier tontería, ella pasó de la risa al llanto.  Y sin pensarlo mucho le informó que se haría los estudios necesarios para saber si era compatible y ser donante de medula ósea, si no de él de alguien más.  La conversación después de eso fue algo privado, especial e inolvidable para ambos.  Algo en lo que el resto de nosotros no tiene por que entrometerse.  El punto es que los exámenes fueron realizados.

Cuántos buenos ratos tuvieron, y cuántas platicas.  Conversaban sobre las nimiedades que aquejan a la gente.  Y él le confió que siempre la vio perfecta, incluso cuando se sacó el zapato en el restaurante enfrente de la gente.  Y se preguntaron porque todo el mundo busca defectos en los demás.  Ella a la vez respondió que no eran los primeros en preguntarse algo así y tampoco los últimos y que las ideas superficiales del mundo no daban indicios de cambio alguno.

Ella escuchó pasos en el pasillo de afuera y supuso que llegaría, pero era alguien más que caminaba a otra parte.  Eso la sacó de su estado hipnótico y ya mas conscientemente trató de identificar el momento en que dejo de ser tan egoísta.  Antes de conocer a aquel hombre nunca pensó en donar ninguna parte de su cuerpo, bueno, alguna vez había donado sangre pero eso digamos que fue muy sencillo.  Pero todo había cambiado.  Por los últimos meses el contacto entre ellos había sido telefónico.  Él había estado lejos con su familia a causa de su enfermedad.  Ella sabía que su estado iba a ser diferente a la última vez que lo vio, y sin embargo dentro de sí tenía la seguridad de que mejoraría, ¿O puede llamarse eso ingenuidad u optimismo?  La vida había cambiado de una manera inesperada, repentina, contrastante y rara.  Pero había algo muy positivo de todo eso.  No todos los días uno conoce a un mejor amigo.  Ni todos los días se le despierta a uno la ilusión.  Así que para bien o para mal, ellos habían coincidido en aquel lugar en el día que se conocieron.

Tocaron a la puerta y no fue hasta ese momento que ella sintió impaciencia.  Le saltó el corazón y se dispuso a abrir con la calma que camina una persona operada.  Era él, demacrado, delgado, pálido y frágil, pero era él.  Se removió un sombrero de media ala que llevaba.  A estas alturas no le importaba mostrar su calva.  Se dieron un abrazo del tipo que desafortunadamente no todas las personas conocen, y se dispusieron a conversar la noche entera.  Él le dijo lo orgulloso que estaba de ella, por haber prestado su cuerpo para sanar a alguien a quien no conocía.  Ella le contó todo sobre el haber conocido a la niña enferma y saber que pudo hacer algo por ella y su familia.  El miedo volvió a sus rostros cuando pensaron en la lista de donantes y las pocas posibilidades que para él existían.  Lloraban y por momentos reían mientras en los próximos meses vigilaban el teléfono, esperando la buena nueva.
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