ALFILES Y QUESOS
(Escrito por nuestro amigo Jorge Guerrero)
Por Jorge Guerrero

La carretera que va de Zacatecas a Guadalajara por el rumbo de Jalpa tiene su encanto.
Casi todo el trayecto está matizado por una variedad de verdes que hacen de las colinas
una delicia para cierta clase de personas. El clima es templado, casi perfecto, alrededor
del año.

Para mí que esa es la única parte del país donde todavía se ven a los viejos luciendo los
mismos sombreros --sólo que más auténticos-- que usted ve en las películas de charros.

A la vera de la carretera usted se encuentra de tramo en tramo a improvisados comerciantes
vendiendo sus tunas, sus elotes, y hasta sus quesos. Y es precisamente de un quesero
que tal vez todavía se deje ver bajo la sombra de un árbol, de quien le quiero hablar.

El hombre no tiene chiste. No es ni bien parecido, ni feo. Habla con sus clientes de ocasión,
pero sólo lo indispensable. Se llama José de la Luz Toledano y si se hizo vendedor de
quesos fue porque la economía de su familia así se lo exigió.  Dudo mucho que entre los
viajeros que transitan por el punto, no demasiado lejos de Moyagua, se hayan fijado en que
él ha estado vendiendo los quesos en sus mesas casi desde que Guadalajara fue una de las
sedes del México 70.

Hace muchos años, un cierto conductor se detuvo por un queso y le propuso un trato a Luz
(Así le llaman, aunque no debieran, a José) que por aquel entonces era un jovenzuelo. "Te
cambio mi juego de ajedrez por un queso", le dijo al tiempo que abría la caja -tablero de
madera y le mostraba las piezas.

        --Taría gueno, pero yo no se cómo se juega esa cosa.

        --Es el juego más interesante que se ha inventado jamás. Para ti, que te pasas horas
enteras sin que llegue un cliente este juego sería la mejor manera de pasar el tiempo,
aprendiendo jugadas. Qué diera yo por tener tu tiempo para dedicarlo al ajedrez. Mira,
esta es la reina o dama y se mueve así: Estas piezas se llaman alfiles, estos son los caballos...

Y así, el viajero le explicó al quesero los rudimentos del juego-ciencia. Al rato, José se quedó
con el tablero y el hombre se alejó en su auto con su queso, un poco asombrado de la rapidez
con la que el campesino había asimilado todo lo explicado. Por allá nadie parece saber jugar
ajedrez y a nadie parece interesarle el juego más interesante del mundo. De modo que José
comenzó --y así siguió-- jugando contra él mismo. De cuando en cuando un viajero de esos
poquísimos que no llevan prisa veía el tablero y se ofrecía a jugar una partida dándole a
José la oportunidad de poner a prueba las jugadas que había ideado en su soledad. Pero
eso era solamente de vez en cuando. Lo que hacía José todos los días era jugar contra Luz,
uno con las blancas y el otro con las negras. Al poco tiempo, eso se hizo muy aburrido, pues
José sabía lo que pensaba Luz y viceversa.

        Cierto día a José se le ocurrió que para hacer las cosas no tan simples necesitaría
jugar en dos tableros dos juegos a la vez. Como quien dice dos Josés contra dos Luces. No
fue difícil convencer a don Lalo, el carpintero de Apozol, que le fabricara las piezas y el tablero
y que recibiera como pago unos quesos.

        Pero como al paso de los días las cosas volvieron a tornarse aburridas, José de la Luz
fue a con don Lalo por otro juego. Y después por otro y otro más, de modo que llegó un día
en que José tenía acomodados en varias mesas ¡doce tableros de ajedrez en los cuales
jugaba simultáneamente doce partidas contra él mismo!

        Por supuesto, la gente de cerca o de lejos que llegaba por allí, comenzó a creer que
José se había vuelto loco. Pero un loco bueno para jugar ajedrez, como lo constataban algunos
viajeros que se detenían a jugar una partida y casi siempre se iban derrotados.

        Así pasaron los años. Cierto día la madre de José el que a sus treinta y pico no se
había casado, (ninguna muchacha se interesó por el quesero loco y al quesero las únicas
damas que le interesaban eran las reinas de sus amados tableros) lo envió a Guadalajara
a comprar ciertos enseres de la casa.

        ¿Conoce usted la Perla Tapatía? Si sé, tal vez usted habrá visto que por la Avenida
Juárez, ya casi para convertirse en Vallarta, hay un edificio que parece datar de siglos atrás,
con cara de iglesia o algo así. Desde la acera pueden verse una especie de portales donde
desde quien sabe cuando ha estado una especie de club de ajedrez. Allá siempre hay gente
jugando. Muchos otros observando. Allá usted ve gente muy bien vestida concentrada en un
tablero cuyo otro extremo es ocupado por algún desarrapado, también absorto en las mismas
piezas de madera. Los tipos que allí juegan son absolutamente disímiles. Uno se asemeja al
Che Guevara. Otro parece un banquero neoyorkino, y puede ser que lo sea, puesto que el
sitio es frecuentado por gente de todas partes del mundo.

        ¡Oh, ajedrez, que unes en tu locura a los hombres de buena y de mala voluntad!

        Ese día de compras en la capital de Jalisco José pasó por allí mientras buscaba
cierta ferretería. Al ver aquella escena el zacatecano se quedó como tonto, lo cual por
cierto no estaba ajeno a su figura. Y se adentró al mundo mágico de los ajedrecistas. Y se
paseó por las mesas notando con asombro los errores garrafales de unos y otros. No es
que jugaran tan mal. Es que José no sabía lo bien que él había aprendido a jugar.

        Hubo una partida que le llamó la atención, pues inmediatamente notó que los jugadores
de ella sí sabían lo que hacían. Por supuesto que sabían.

Después se supo que uno de los contendientes era el campeón de Francia que estaba de
visita en la ciudad y no había vencido la tentación de darse una vuelta por allá. El otro era
un gran maestro norteamericano, según se supo también después. Una pequeña multitud se
arremolinaba alrededor de la mesa observando con gran interús el choque de inteligencias
al mando de los dos pequeños ejércitos de madera.

        Fue el francés quien notó que el mexicanito con cara de loquito movía casi en forma
imperceptible la cabeza en señal de desacuerdo cuando se hacía una movida que al rato
se comprendía que había sido equivocada. El campeón de Francia notó también la sonrisa
del orate cuando alguno de los dos contendientes hacía una movida afortunada.

        No había duda, pensó el galo. El hombre de los huaraches debe ser un campeón de
ajedrez que está aquí de incógnito. Cuando dio cuenta del norteamericano para asombro
de todos el de Francia invitó a señas a José a sentarse y jugar una partida.

        José de la Luz Toledano no cupo en sí de gozo cuando se vio frente al tablero
para comenzar a hacer lo que más le satisfacía en la vida.

        "Este hombre parece conocer a la perfección la técnica de Spaski, aunque
también me recuerda al cubano Capablanca", pensaba el campeón al tiempo que
observaba detenidamente al quesero, preguntándose si no sería cierto gran jugador
croata cuya fama comenzaba a trascender las fronteras de su recién nacida nación.

        Pero José de nada se daba cuenta, ensimismado como estaba en las posibles
jugadas suyas y de su contrincante. De pronto José entendió una cosa, que le hizo
reir de gusto, para asombro de todos los que lo observaban con profunda admiración
por causa de sus jugadas. Esto se parecía a sus juegos en doce tableros puesto que
podía ver con claridad cinco, seis y hasta ocho posibles jugadas de su contrincante lo
mismo que las suyas. Pero ahora él solamente jugaba como José y no como Luz.

¡Qué hermoso juego!

Cuando el campeón de Francia hizo su movida número 45, José ya sabía que su triunfo
estaba a ocho jugadas si el otro movía el caballo y a lo més a seis si su oponente no
alcanzaba a ver que José estaba sacrificando su único alfil para quitar del camino a un
obstinado peón.

        José se quedó³ asombrado cuando unas pocas jugadas después el otro acostó su
rey, y le tendió la mano. Entre los rudimentos que su maestro de ocasión de años atrás le
había impartido no iba incluido el conocimiento de que cuando un jugador sabe que ya no
tiene oportunidad de ganar, graciosamente se rinde acostando su rey sobre el tablero. José
cogió la mano que su adversario le extendía su adversario al tiempo en que lo volvían a
este mundo los aplausos de la multitud que se había agolpado para ver la mejor partida de
ajedrez que se había jugado jamás en Guadalajara.

        De pronto nuestro hombre se dio cuenta que si no se apuraba la ferretería cerraría y,
cogiendo su morral que había dejado junto a sus pies, salió corriendo.

        --No te asombres ni de su figura ni de su comportamiento- le dijo un señor a su amigo
que veía boquiabierto al gran jugador corriendo por la calle como loco. -Así son estos genios
del ajedrez.

        José ha vuelto a su casa y a sus quesos. El no sabe que los periódicos de Guadalajara
cuentan su hazaña y que los periodistas se vuelven locos tratando de encontrar una pista que
les permita encontrarle.

        El pobre de José no sabe que pronto pasará rumbo a Zacatecas un tapatío amante del
ajedrez que tendrá ganas de un queso. Cuando el hombre vea los tableros de ajedrez sobre
las mesas, no podrá hacer menos que fijarse en el quesero.

      Inmediatamente reconocerá al que vio jugar magistralmente contra el campeón de Francia
unas semanas atrás. Al hombre le importará un comino su viaje y se regresará a Guadalajara
para vender a El Informador la noticia del hallazgo del genio del ajedrez.

        José tampoco sabe que pronto alguien lo convencerá de que reviva la experiencia de la
Avenida Juárez, pero en otras ciudades de México y del mundo. José no sabe que ya no le
dirán loco y menos se imagina que pronto Zacatecas dará a México su primer campeón mundial
de ajedrez. ¡El hombre de los quesos no sabe que en este mundo hay campeones de ajedrez!

        Pobre José que tendrá que dejar la tranquilidad que durante muchos años le ha dado la
venta de sus quesos. El culpable de todo esto será un cierto hombre que veinte años atrás
pensó que no era bueno llevar consigo dos tableros de ajedrez y cambió uno de ellos por un
queso cuando se dirigía a su ciudad por la carretera que va de Zacatecas a Guadalajara.

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