LES DESEO LO MEJOR: VIVIR
(aportación de nuestro amigo Enrique Tachiquín)
Ese tirano implacable llamado tiempo se vuelve cada vez más exigente, obligándonos a estar a la merced de sus caprichos.  Cada vez nos sentimos más oprimidos por sus exigencias. Los  rigurosos patrones de productividad que exige la vida moderna nos obligan a hacer más en menos tiempo, como si estuviéramos viviendo contrarreloj.
El otro día me encontré en la calle a un amigo.

Tenía la lengua afuera, cargaba su maletín en una mano, una enorme bolsa en la otra y sostenía un teléfono celular en el hombro, por el que hablaba de manera un tanto frenética.

Llevaba su ropa a la lavandería, después iba al supermercado, a recoger a los niños y planeaba pedir una pizza, pues no iba a tener tiempo de cocinar. Mi amigo es un hombre moderno que vive la vida deprisa y corriendo como un loco.

También hablé por teléfono con una amiga, que se mudó hace dos meses a un nuevo apartamento con sauna, piscina, y pistas de tenis, y todavía no las ha usado. ¡Cuánta gente supone que, para ser feliz, debe someterse a los rígidos dictámenes de la vida moderna!

No tenemos tiempo para leer un buen libro, escribir una carta, mirar la puesta de sol, conversar con tranquilidad, jugar con nuestros críos, escucharlos. No tenemos tiempo ni para saborear  lo que comemos. Nos olvidamos que para hacer bien la digestión tenemos que poner atención a lo que ingerimos, saboreando los alimentos con todos nuestros sentidos. Muchas veces comemos en quince minutos, y tantas otras ni siquiera almorzamos por culpa del trabajo.

Carecemos de tiempo hasta para comer con dignidad.

Es que el lema es no perder el tiempo, cueste lo que cueste. Tanto es así que sí nos paramos a pensar nos daríamos cuenta de lo caro que nos está costando vivir así.

Lo pagamos con la salud, nuestras relaciones y nuestra vida.

No tenemos tiempo para vivir. ¿Dónde vamos a parar?

Si volviéramos al pasado para encontrar el origen de esta desenfrenada carrera que corremos, llegaríamos a la revolución industrial, que marcó el fin de la vida ligada tradicionalmente a la tierra de cultivo. La paradoja es que con los adelantos tecnológicos fuimos perdiendo nuestro contacto con nuestras necesidades.

Es que el ser humano se pierde en su enorme complejidad y necesidades materiales, pues vivimos en un mundo material, y olvidamos las necesidades del alma, porque en nuestra esencia somos seres espirituales.
Las necesidades materiales son respetadas, en la medida de lo posible. Pero las espirituales a veces pasan a segundo plano, a pesar de que si cumpliéramos con ellas, seríamos más felices, tendríamos menos estrés y viviríamos con más paz.

En primer lugar, nos dejamos influir por las costumbres colectivas, que ejercen una fuerza casi irresistible sobre nosotros. Con el pasar de los años acabamos por rendirnos por completo a esas costumbres.

Como todos corren, yo también corro, como todos ven televisión cuando comen, yo también lo hago, como todos hacen varias cosas al mismo tiempo, pues yo también, casi sin darnos cuenta.

Vivimos el presente con algunos recuerdos del pasado, o haciendo planes para el futuro. Volveré a estudiar cuando crezcan los niños, empezaré a hacer ejercicio cuando tenga menos trabajo, me voy a vestir mejor cuando adelgace. Pero ese “cuando” mítico parece no llegar nunca.

Pero sólo hay que cambiar de perspectiva para disfrutar del presente. En vez de seguir viviendo como locos para ser productivos y probar que somos capaces de lo que sea, debíamos ejercitar el arte de vivir cada día.

Lo único que hace falta es confianza en el propio proceso de vida.

Es que la vida y el universo tienen su propio ritmo. Tener salud es estar en sintonía con el ritmo de la vida. Cuando aceleramos nuestro ritmo, nos enfermamos.

Siempre estamos a tiempo para volver al ritmo de vida idóneo,  para volver a prestarle atención a lo que hacemos, para recordar que sólo hay vida en el presente. Es una aventura, un proceso, una de las bellas artes.

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