EL ORGULLO DE SER MEXICANA
(Autor: Fernanda Martínez)

El orgullo de ser Mexicana.

Hace mucho tiempo que sueño con mis propias raíces, con el sabor que dejan cuando por las noches las mastico, con el aroma que desprenden cuando me aferro a abrazarlas. Huelen a canela, a café tostado, a tierra mojada, huelen a sopa recién hecha, a esa sensación cuando uno se despierta y respira tranquilo después de una tempestad.

Calor de hogar

Años atrás, cuando me di cuenta de la estirpe de la que provengo y sonreí orgullosa de tener esa fortaleza, me enamoré perdidamente de mi historia aún sin escribir, de mi propia canción aún sin descubrir.

Mi país es de este tipo de mujeres, las que por las mañanas suspiran agotadas después de una noche de sueños bélicos en los que el amor de sus vidas huía. Mujeres que tienen tanta fuerza en las manos que consiguen abrazar a toda su progenie y seguir mezclando el café, batiéndolo y moviéndolo hasta derrumbarse con su olor.

No es debilidad lo que las vence, es la batalla interminable con la vida, la que las enamora, las hiere y al final del día les muestra con un atardecer épico, las miles de brisas que provienen del mar para embriagarlas y hacerlas olvidar.

Mi país es de este tipo de hombres, los que cantan con un ardor incomprensible en el alma compases que desgarran a la madrugada, que la suspenden en el tiempo sin preguntas ni respuestas, que se funden en sombreros y jorongos permaneciendo en la eternidad.

Son estos hombres los que todas las mañanas labran la tierra con un pedazo de bocado en el estómago, son los que se mantienen de pie por dignidad, los que buscan en el futuro la certeza de la felicidad.

Mi país tiene un eterno aroma a tortilla recién hecha y a queso de rancho en las esquinas, a palmadas que aplastan la masa interminablemente. Huele a chile verde, a salsa molcajeteada, a eterno resplandor de un fogón que nunca se termina de apagar.

Los amores aquí se cuecen también al fuego, se terminan de hornear como panes de pulque y al morderlos dejan un dulce brillo en los labios como de miel.

Siempre he creído que es esta forma de amar la que define nuestra nacionalidad. La ansiedad de nuestros besos y la búsqueda tremenda de isletas pérdidas para fundirnos con su suave arena es el motivo por el que caminamos sin seguir un rastro hasta que encontramos en una mirada aquél oasis soñado.

Es un descanso el que buscamos, una hamaca en alguna orilla de la costa en donde podamos recostarnos relajadamente, sin sobresaltos espontáneos, sin miedos escondidos en las esquinas.

Es un poco como las alas de nuestra primera pastorela en la escuela, las mías las hizo mi madre tejiendo noche a noche entre las plumas su amor constante y su eterna amistad. Les pintó pequeños botones dorados que años después de cayeron en algún rincón del cuarto oscuro donde las abandoné.

Es la infancia la que más me ata a mi país, el olor a sopa recién hecha que aspiraba desde las escaleras de la casa de mis abuelos, el mismo que me llevaba levitando hasta la cocina en donde reposaban los platos que íbamos a comer.

Es también el jardín que tan grande veía de niña, mis pies diminutos no alcanzaban a recorrerlo en un solo día y optaba por sentarme en esos escalones rojos a respirar, a pausar mi ansia de volar, a esperar que alguien viniera a jugar conmigo.

Tuve una infancia dichosa, siempre llegaba alguien conmigo para jugar. Si eran mis primas mayores el juego consistía en que yo sería por horas eternas el público que aplaudía y aplaudía cada vez que ellas salieran al escenario. Si eran mis primas menores, entonces el escenario era todo para mí.

Lo mejor era cuando tocaban mi hombro y era mi abuela la que quería jugar. Esa mujer que aprendí a admirar desde cría, me tomaba la mano y caminaba conmigo hasta el parque o hasta el mercado, o me guiaba a la cocina para hacer pasteles de chocolate.

Mi país también es esto, una familia que no tiene igual en ningún lugar del mundo. Un clan que se atreve todos los días a desafiar la ley de las probabilidades y seguir sobreviviendo, aún tras decepciones, aún tras resquebrajos.

Esta tribu que se define a gritos y verdades, a reclamos pasionales es también mi país, es verde, blanco y rojo, es el aroma a vainilla y flor marchita que me acompaña a cada paso como un talismán invencible.

Tantas noches asustó a los miedos de los que no me lograba despojar, y aún hoy, muchos años más grande, siento que esa mesa de madera que cruje y parece romperse es el único lugar del mundo en donde puedo recuperar las fuerzas.

En mi vida, en mi país, en mi México adorado hay personajes mágicos que se pintan de invisibilidad para permanecer en las manecillas de mi reloj.

Seres que no tienen nombre ni voz, solo ideologías cansadas que cargan a la espalda en espera de que alguien se atreva a tenderles la mano. Por eso aquí la utopía no se desarma, no se pinta de colores ni miente sobre el hombro.

Mi México tiene el calor único de la patria entrañable y fugaz, la que abraza y traiciona, la que deja que te quemes en su centro, como derritiéndote, como formando parte de ella.

Muchas veces he creído que jamás podría abandonar este país loco que me mantiene de cabeza, tenemos un amor profundo que por las noches germina y en las mañanas frescas florece, que humedece lo que va tocando, que exalta los ánimos y derrama las lágrimas.

Soy como el amante desventurado, condenada a compartir la pasión febril por un país único que cada segundo imagino mío. Mi México es así, capaz de enloquecer a cualquier náufrago que se acerque a la orilla, capaz de lamer las heridas con esa saliva salada que llevamos dentro.

Si un día me voy de esta tierra rojiza y fértil, no sería más que una trasplantada, una ermitaña que tras cada caída del sol anhela ver a su país imaginado en un oasis marino.

Este México que es mi pasado y mi futuro, mi todo de cada instante es tan vasto que en su pecho podemos descansar todos, podemos lamentarnos y secarnos el sudor que provoca la tortura de existir.

Lo confieso, estoy perdidamente enamorada del país mágico que me vio nacer, que me permitió gestarme en el subsuelo para crecer bajo la lluvia atroz de sus sentimientos. ¿Cómo no te voy a querer así?

Me has dado el aire y la tierra, el vaso de agua para calmar la sed. Me has dado la semilla diminuta para no perecer. Mi México adorado, me has dado la sangre y el azul interminable de tu luz, de tu vida y de mi regreso a tus entrañas también.
 

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El orgullo de ser Mexicana

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